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Pueblos originarios, culturas aborígenes

Frank Padrón

No son pocos los relatos fílmicos que tienen como centro los contextos indígenas, los pueblos rurales, las culturas esenciales de la región, incluso con diálogos en los dialectos propios de ellos.

Avalado por el célebre Fénix mexicano, Pájaros de verano es un filme dirigido por Cristina Gallego y Ciro Guerra, los mismos que hace tres años recibieron similar premio a Mejor Largometraje por El abrazo de la serpiente, coproducción de Colombia con México, Dinamarca y Francia, que cuenta el origen del narcotráfico en ese país a finales de los años 60. Los directores focalizan el auge en la demanda de la marimba (marihuana) en Estados Unidos y se acerca al pueblo Wayú en la región de la Guajira, en el Caribe colombiano. La lucha de dos familias por el contacto para enviar la yerba al norte desencadena la violencia en una zona dominada por los usos y costumbres. Buena parte de los diálogos son enunciados en el idioma de esa etnia, al que a propósito, pertenece Carmiñe Martínez, quien también ganó un Fénix por su interpretación como la matriarca del clan.

Guerra, un cineasta comprometido con las culturas originarias y quien nos sorprendió gratamente desde su ópera prima (La sombra del caminante, 2004) ha logrado junto con su colega armar un relato sólido, que indaga en pasiones bajas, en luchas de poder, en mundos brutales, donde peculiares códigos honoríficos desplazan cualquier lógica, que parecen lejanos y sin embargo, detentan una triste vigencia.

Pájaros de verano, de Cristina Gallego y Ciro Guerra, México, fue ovacionada en Cannes.

Pájaros… nos llega como una deconstrucción del western clásico, al que se parafrasea con una puesta que en su morfología (música, fotografía, planos…) recuerda a los máximos exponentes del género, pero en un escenario que tiene mucho que ver con nuestras realidades geopolíticas; en tal sentido, también recontextualiza el “cine narco” (devenido todo un subgénero) llevado aquí a ese peculiar mundo, pero libre de sus tics y estereotipos, y cuyo traslado a la pantalla han bordado los realizadores con mano fina.

No puede escribirse lo mismo de la coproducción brasileño-portuguesa Chuva e cantoría na aldeia dos mortos, de Joao Salaviza y Reneé Nader Massora, en torno a la dura experiencia de ser indígena en el Brasil contemporáneo.

Si bien la ambientación, calzada por una fotografía escrutadora y sensual, constituye un indudable mérito que se aprecia desde los minutos iniciales, el trayecto onírico y mágico de Ihjac, joven de la etnia Krahó en el Nordeste brasileño, tras la muerte de su padre, se plasma con torpeza y ausencia de gracia fílmica.

Los realizadores alternan cuadros que pretenden desarrollar el mundo representado, más desde una narración cansina, sin fuerza, que debilita el relato desde sus inicios.

Retablo (Perú, Alemania, Noruega) enfrenta el descubrimiento de la diversidad sexual del adolescente Segundo Paucar, nada menos que en su padre (un maestro retablista) durante una fiesta patronal , lo cual derrumba su mundo en un entorno tradicional y conservador.

El ambiente rural de Ayacucho —mágico, como detenido en el tiempo— es captado con eficacia por el bisoño realizador Álvaro Delgado. La visualidad es una conquista del filme, que se recrea en el tan determinante espacio, algo que complementa la banda sonora, así como las actuaciones.

Respecto a la diégesis, no sale tan bien parada: la narración conoce escollos, se traba en más de una ocasión y se extravía en circunloquios y reiteraciones. Con todo, resulta de interés por explorar un tema hoy recurrente, pero casi nunca en espacios como este.

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