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Phelps, arquitecto de imposibles

Fustigado por la polémica y mi admiración hacia quienes desafían con éxito los elementos de la naturaleza, sostengo una tesis que seguramente desatará una oportuna y sana querella.

En el todavía joven siglo XXI, cuando los medios de comunicación construyen e impulsan la carrera de talentosos atletas, el nadador estadounidense Michael Phelps no precisó de mucha armazón mediática para seducir a la inmortalidad deportiva.

Dueño de 23 medallas de oro olímpicas (más cinco de otros colores) ejerció un dominio casi absoluto sobre sus rivales. Muchos de ellos perfeccionistas y muy versátiles en el arte de desplazarse por el agua sin más ayuda que un gorro, un par de gafas y el constante movimiento de brazos y piernas.

Verlo en acción hacía creer que no podía vivir sin percutir dentro de una alberca. Su cuerpo estilizado y compacto era una confiable armadura que retaba gestas increíbles. Sus palancas con el tren superior e inferior tenían una coordinación tan especial, que sus contrarios se hundían anímicamente en medio de la batalla.

Único por ritmo y fuerza, Phelps acumulaba en su arsenal un carburante emocional que inflamaba el apetito por dejar una estampa indestructible de su estancia en la tierra. Esa combinación física y mental derivó en un fenómeno que cinceló una trayectoria casi insuperable.

El guion competitivo de la natación enseña históricamente que la divergencia entre los contendientes de nivel suele ser minúscula en materia de tiempos y conquistas. Con el norteamericano ese molde se quebró.

Si lo duda le recuerdo que existen 91 naciones con menos de 28 preseas olímpicas, el número de laureles logrados por él a lo largo de 16 años (sus botines iniciales llegaron en los Juegos de Atenas 2004, aunque debutó en Sídney 2000 sin ascender al podio).

La perfección deportiva definitivamente no existe, sin embargo, nuestro personaje la rozó nadando en el intrincado y peligroso laberinto competitivo moderno, en el cual la prensa no solo es capaz de edificar mitos, sino también de manipular inteligencias.

Con sus brazadas el norteño hipnotizó a los espectadores, apabulló a los adversarios y estableció la opinión para muchos de que es el mejor deportista del siglo XXI.

Entre ese puñado de partidarios se encuentra este servidor, quien aclara que su voto se aferra al legado deportivo rubricado, no por el respeto que tributa hacia quienes dominan las aguas mediante el nado, ni porque la implacable maquinaria de comunicación actual minara su perspicacia.

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