Ignacio Agramonte en sus desvelos paternos

Ignacio Agramonte en sus desvelos paternos

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Por: Elda Cento Gómez, profesora e historiadora camagüeyana. Premio Nacional de Historia en 2015

Yo también tengo una esposa á quien adoro, y un hijo; y para ellos mas que para mí quiero la independencia de Cuba; y por ellos mas aun que por mí aborrezco las vejaciones del despotismo, aseguró Ignacio Agramonte a Manuel Ramón Silva en enero de 1870.

La idea de la lucha por la libertad se nos demuestra de ese modo enraizada, no solamente en elevados motivos patrióticos, sino también en los desvelos íntimos de un padre, que como cualquier otro, quiere para sus hijos un futuro mejor y en ello pone su vida, dicho esto en el sentido más estricto de las palabras.

Las más de las veces oímos hablar de las hazañas militares de los protagonistas de aquellas décadas fundacionales de nuestra historia y no tanto como se debiera, de la vida cotidiana de la familia mambisa, en particular durante la Guerra Grande cuando imprimieron a dicha contienda un sello muy peculiar.

Decir que Ignacio fue un hombre de familia es rendir homenaje a sus padres quienes con su ejemplo lo educaron para serlo y también a Amalia, que sería el pilar sobre el cual construyó la suya propia. Dos niños nacieron de esa unión. Ignacio Ernesto y Herminia, a la que no llegó a conocer pues Amalia estaba embarazada cuando fue capturada por una columna enemiga en operaciones —precisamente el día en que el niño cumplía su primer año—, y la niña nació en el exilio. Luego la muerte impidió ya de modo definitivo volvieran a reunirse.

El varón nació en la insurrección, por eso su padre lo llamaba el mambisito. Las incorporaciones de familias completas a la guerra comenzaron en el Camagüey desde sus mismos inicios. Más preciso sería decir que a ella se unieron redes familiares completas pues los vínculos consanguíneos eran notoriamente fuertes en esta región.

La tejida a partir del matrimonio Simoni Argilagos abandonó la ciudad el 1º de diciembre de 1868: ese día José Ramón Simoni —acompañado de su esposa Manuelita Argilagos, sus dos hijas Amalia y Matilde y el niño de esta nacido pocos meses antes fruto de su matrimonio con Eduardo Agramonte Piña—, abandonaron la quinta Tínima y marcharon a La Matilde, una finca de su propiedad. En ese momento Amalia tenía unos cuatro meses de embarazo.

En ese lugar permaneció la familia hasta 1870, salvo algunas breves ausencias motivadas por avisos de la presencia de columnas españolas en la zona; por demás no tan frecuentes en dichos momentos por cuanto los mambises dominaron el campo durante meses. Aun en ese ambiente de cierta calma, Agramonte estuvo muy al tanto de los suyos en La Matilde como demuestran los documentos que sitúan sus campamentos en zonas relativamente cercanas o denotan su presencia en la misma finca.

La sabiduría popular asegura que las primerizas se adelantan, y Amalia confirmó el aserto. El 26 de mayo de 1869 la red familiar no se encontraba en La Matilde, sino en un sitio cercano conocido como Arroyo Hondo. Según los cálculos de las mujeres ya no faltaba mucho tiempo para el parto. Ignacio está con ellos, pero debe marchar. Simoni calma sus dudas diciéndole que no sería aquel día el suceso; pero no bien salió Agramonte se presentó el lance y Simoni envió un mensajero a toda rienda para prevenir al inquieto esposo.

Cuenta Aurelia Castillo en su hermoso texto Ignacio Agramonte en la vida privada que ambos “general y mensajero, llegaron juntos al lugar donde había que ir, e Ignacio, enterado de lo que ocurría, dio órdenes al jefe de su Estado Mayor y volvió apresuradamente junto a su amada”.

La continuación del relato demuestra rasgos típicos del carácter de ambos:

Pero era ya media noche cuando llegó y el cuarto de Amalia se había llenado de señoras por azares de la guerra, y allí durmiendo. Ignacio tuvo la fuerza de voluntad necesaria para dominar el afán que le mataba, y, poniendo en el suelo sus alforjas, pasó la noche, en vela sin duda, detrás de aquella puerta que el respeto a la mujer […] le vedaba tocar”. Ana Betancourt era una de esas mujeres. Apenas fue de día se acercó al lecho de Amalia para informarse de su estado. “«Me encuentro muy bien, le dijo ésta, y me parece haber sentido llegar a Ignacio»”. Efectivamente, al abrir la puerta se encontró a Agramonte “en el estado de excitación que es fácil presumir. «Levántense pronto, gritó a las demás, y salgan, que aquí está un hombre desesperado por abrazar a su mujer y conocer a su hijo»”.

Otros recuerdos de la vida de la pareja fueron preservados por Aurelia Castillo, relatados por la propia Amalia. Algunos narran detalles de la vida hogareña que pueden causar admiración en alguna que otra de mis congéneres a quienes se le hace difícil que sus parejas compartan con ellas las labores del hogar.

Asegura la Castillo que cuando Agramonte llegaba a casa “como si tales fatigas no hubiese pasado, exigía a la esposa que reposase todo el tiempo que él estuviese a su lado y asumía él los cuidados domésticos, arreglando el amado retiro con la mayor minuciosidad y cuidado del niño por la noche”.

Existe en la correspondencia de Agramonte a su esposa una continua preocupación por el niño:

“¡Con cuánto placer pasaría las horas á tu lado entretenidos ambos con nuestro hijito! Un hijo, Amalia, es una ventura sin límites cuando tanto nos amamos. ¿Verdad, ángel mío? Y luego, me dices que está tan bonito, sano, robusto y gracioso, que no veo con paciencia llegar el mo­mento de volver a tu lado. No pienso en otra cosa ni sueño sino contigo y con nuestro mambisito”.

En carta a su madre le cuenta que la familia está bien aunque pasan “algunos sustos a veces, incomodidades y privaciones” y que el niño ocupa todo el tiempo de Amalia: “ella misma y sola lo cría, lo carga y lo atiende: delira con él”. La continuación del texto es de una gran ternura: “¡Si Vd. lo viera, Mamá, cómo lo había de querer! Es lo más mono y simpático, y no digo precioso por modestia. Ya camina, dice Mamá y Papá y pide papa y da besos. […] Es trigueño lavado, pelo castaño y sus ojos azules como dos cuentas. Dicen que se parece a Papá. ¡Si él lo hubiera conocido!

Para El Mayor su hijo era “hijo de la Revolución: nunca respiró el aire emponzoñado de la opresión; vino a gozar de la libertad desde los primeros días de lucir ésta: no sabrá nunca ser esclavo y cuando sea grande y hable de la independencia de Cuba referirá con satisfacción nuestros esfuerzos y nuestra perseverancia en la lucha. Parece que cuando uno tiene hijos ama más la libertad…

(Tomado de Cubadebate)

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