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Raúl, mi tío

Obviamente, uno no escoge el país donde va a nacer, la ciudad, la fecha, la familia. Las causas y los azares, como diría el cantor, se entrelazan, se encuentran, invisibles y poderosos. Y ahí estás.

En casos como este, me suele acosar una angustia terrible. Como tantas otras veces, trato de hallar cuál podría ser mi virtud, mis realizaciones, mis méritos para que, entre tantos poetas, críticos, ensayistas, literatos, trabajadores de la cultura en general, me pidan que hable en este acto.

Claro que la mayoría de los compañeros de estas batallas saben de los vínculos familiares que me unen con Raúl Gómez García, el símbolo del trabajador de la cultura. Y reconozco que es solo eso lo que justifica que sea yo quien les hable: el hecho de que, sin ningún mérito de mi parte, sin siquiera haberlo escogido, tuve la suerte de conocer y querer mucho a Raúl, antes de que fuera un símbolo, un inalcanzable… cuando era solo Raúl mi tío, un tipo bastante especial con sus 24 años. Y como eso es lo único que me distingue de ustedes hoy, no podría hacer otra cosa que hablarles de Raúl, mi tío.

Su gato se llamaba Posdablón, un nombre que no parece haber tenido antecedente alguno. Raúl le hablaba con extraños sonidos. Yo comprendí que era el lenguaje de los gatos. Solo él podía hacerlo. Porque solo él podía recoger los domingos por la mañana a todos los muchachos del barrio, ¡a todos!, y llevarnos a jugar pelota a cualquier terreno vacío de Santos Suárez. Solo él porque había sido amigo de Willy Miranda, que jugaba en las Grandes Ligas, y era el short-stop del Almendares. Raúl era habanista. Furioso.

Solo él, porque era maestro como mi padre, pero, ya por la tarde, llevaba los libros de contabilidad de una casa de empeño, y los sábados cargaba una escalera, un cubo de alguna lechada barata y una brocha, y salía a pintar fachadas o interiores… lo que apareciera.

También porque él jugaba volibol en el equipo del Instituto de la Víbora, y sacaba y remataba… y el volibol entonces no lo jugaba nadie, y las muchachas coreaban cheers, medio americanos, que era lo más divertido que había.

Solo él, porque hacía poesías, y me enseñó a leer y escribir cuando todavía yo no había ido a la escuela, y me perdonaba lo malos que eran mis versos, los que él me obligaba a escribir con mis seis años y aquellas letras que él decía que parecían patas de grillo, y porque las poesías de él, las de verdad, se las hacía a las muchachas más lindas que había en el mundo, y una de ellas, protagonizó el estreno de Prometeo Encadenado, frente a las columnas de la Facultad de Ciencias. Y fui con él, y no entendí a Esquilo, pero él me explicó lo de la tragedia griega, los coros y los corifeos, y yo seguí sin entender, pero le prometí que cuando fuera grande como él, lo entendería, y se lo explicaría a mis sobrinos.

También tenía sus misterios… un mimeógrafo en el cuartico de arriba, donde pasaba horas y horas trabajando; amigos que entraban y salían del cuartico por el pasillo de al lado, discutían, escribían en una Remington desvencijada, y le decían “Viejita” a mi abuela, que parecía conocerlos a todos; también tenía algunos libros de autores con nombres sonoros y complicados: Voltaire, Descartes, Ingenieros… al lado de las Obras Completas de Martí.

No pude comprender que cayera preso aquella vez. La cárcel era para los malos. Tampoco que una abogada que se llamaba Melba lo fuera a defender, y para eso estaba allí hablando con mi padre y con mis tías. ¡Como si alguien tuviera que defender a Raúl! Abuela no hablaba… solo la miraba con una enorme ternura y con el brillo inolvidable de sus ojos secos y profundos.

Mucho más difícil, casi imposible, era entender, unos meses más tarde, que a partir de aquel domingo, ya no lo volvería a ver. Pero así fue. Se acabaron las poesías, los pitenes de los domingos, el volibol y las muchachas que coreaban, el teatro de Esquilo… Ahora las Obras Completas de Martí eran mías: mi abuela me las regaló sin una lágrima en los ojos. Ella me dijo que yo sabría usarlas, y en verdad nunca he sabido. Ella también me dijo que el 26 era el día más alegre de la historia. Pero él nos siguió haciendo una falta enorme. Todavía nos falta.

Si hubiera podido elegir, lo habría elegido entre todos los dioses, pero no pude, como nadie puede. Las causas y los azares se entrelazaron, se encontraron, invisibles y poderosos. Y así llegué a ser su sobrino. No hice nada para merecerlo. Cada día siento una deuda mayor, y la inminente certeza de que es también una deuda impagable.

Si de algo puede servir, les agradezco a todos que lo mantengan vivo, que no olviden su obra inconclusa, y que no me dejen olvidar esa deuda, que seguramente no es solo mía. Jorge Gómez, 12 de diciembre de 2017.

Jorge Gómez, 12 de diciembre de 2017.

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