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Soy también una hija de Fidel

Fotos: Cortesía de la entrevistada.

Por Joel García

Vestido con una bata verde por encima de su uniforme de siempre, y cumpliendo todas las medidas sanitarias, Fidel entró pasadas las diez de la noche del 22 de enero de 1993 a una de las salas estériles del hospital Hermanos Ameijeiras. Acostada en una cama estaba Ana Fidelia Quirós, sin conocer todavía la gravedad de las quemaduras sufridas en un accidente doméstico cinco horas antes.

Con los ojos hinchados de llanto y sorprendida por la repentina visita solo atinó a responder una de las dos preguntas que le hizo apenas pasó su mano por la frente, como el padre que llega a sufrir el dolor con su hija: “¿Cómo te sientes ahora? ¿Qué quieres que le digamos a tu mamá?”

“Comandante, no manden a buscar a mi mamá. Yo estoy bien y voy a correr de nuevo en cuanto salga de esto. Estaré en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Ponce”, contestó Ana,  embarazada y sin percatarse de que su vida peligraba al haber sufrido quemaduras de segundo y tercer grados en casi el 40 % de su cuerpo.

La voz de Fidel se quebró ante la confesión robusta de quien había visto ganar tantas veces en 400, 800 y 4×400 metros. Minutos antes los médicos le explicaron con lujo de detalles los primeros auxilios ofrecidos a la corredora en el hospital Calixto García y lo reservado de los pronósticos para un caso como ese.

“Ana, el objetivo ahora no es que tú vuelvas a correr y así se lo hice saber a tus doctores. Lo primero es salvarte la vida y que te recuperes”, sentenció sin apartarle la mano de la frente y la vista en su rostro moreno, que no salía del asombro por tanta generosidad y ternura del líder de la Revolución hacia una atleta.

Preocupado y atento hasta el mínimo detalle, Fidel volvió al hospital muchas veces (más de 20, asegura su familia), incluso cuando no estaba ya en terapia intensiva. La mayoría no las recuerda Ana con claridad, pues estaba bajo los efectos de los sedantes que necesita un paciente de quemaduras, con curas en días alternos.

Las enfermeras le decían: “Ana, despierta que por ahí viene el Comandante”, pero los ojos se cerraban, vencidos por los medicamentos. Entonces él hablaba con los médicos y con lamamá, a quien todo el tiempo le aseguró que tuviera confianza, que su hija se salvaría. Meses después algunos médicos que vivieron esos días tan difíciles contaron que Fidel en cada visita insistía en una idea: “Traten de salvarla porque ella representa mucho para Cuba y para mí”.

Cuando Ana había vencido el mayor peligro, por indicación del Comandante se creó un gimnasio especial para ella en el centro hospitalario. En una de las noches en que acudió a verla Fidel conversó con Martín García, amigo inseparable que corría junto a ella por las escaleras del hospital, desde el piso 15 hasta el 22, como parte del proceso de recuperación. Cual padre protector le lanzó una frase que solo conoció más tarde: “Trata de que ella no te alcance, cuídala”.

Tocaya, tú siempre me cambias la bola

La primera ocasión que Ana saludó personalmente a Fidel fue en la recepción ofrecida a la delegación cubana durante los Juegos Centroamericanos y del Caribe de La Habana 1982. Era apenas una integrante de la cuarteta 4×400, lo cual cambiaría cuatro años después tras ganar tres oros en el II Campeonato Iberoamericano de Atletismo, celebrado en el estadio Pedro Marrero, adonde acudió Fidel para disfrutar del certamen.

Le preguntó a Juantorena quién era la chica que corría su distancia y había vencido con tanta facilidad. Sin embargo, a ella nadie le dijo nada y salió para Santiago de Cuba al día siguiente, como acostumbraba a hacer al término de cada competencia, en compañía de su esposo de entonces, Raúl Cascaret, bicampeón mundial de lucha libre.

La localizaron en la tierra indómita porque el Comandante quería hablarle, pero como ese día no pudo salir hacia la capital por problemas de transporte se frustró haber conocido su oficina. “Pensé, la vida me dará otra oportunidad. Y me dio muchas”, recuerda la llamada Tormenta del Caribe.

De 1987 a 1991 Ana fue invitada con frecuencia a las recepciones oficiales en el Palacio de la Revolución con presidentes o visitantes extranjeros. Fidel no perdía la ocasión de dialogar con ella sobre el diseño de su preparación, las tácticas para enfrentar las dos vueltas al óvalo, las rivales y hasta cuánto podía rebajar sus marcas.

“Tocaya, tú siempre me cambias la bola”, le decía Fidel cada vez que se encontraba a Ana con un peinado diferente. El día que la premió en los Juegos Panamericanos de La Habana 1991, en otro gesto de cortesía la esperó a que se cambiara de ropa para devolverle la medalla que ella cariñosamente le había regalado en el podio. “Este oro es tuyo, no me lo gané yo”, señaló quitándose del cuello la presea. “Vine a disfrutar de cómo corrías y me has hecho sentir orgulloso de ser cubano”.

Un viaje inolvidable y proezas premiadas

En el año 1991 Javier Sotomayor y Ana fueron escogidos para acompañar a Fidel durante un recorrido por varias ciudades de Brasil. Era un privilegio el viaje; sin embargo, Ana pasó durmiendo la mayor parte del trayecto, tal y como acostumbra a hacerlo cada vez que sube a un avión.

El Comandante, por más que lo intentó, solo pudo conversar con ella a pocos minutos del aterrizaje. “Muchachita, cómo tú duermes. Y yo que quería aprender contigo de cómo un atleta resiste tantas horas de vuelo para luego competir al máximo nivel…” .

En tierra sudamericana Ana tuvo que integrar varias veces el cordón de seguridad para cuidar a Fidel. Salían bien temprano a actividades y el regreso era muy tarde en la noche, sin ingerir alimentos, pero con una experiencia tremenda. Apenas dormían.

Una de esas noches, un grupo de invitados se reunieron en la habitación de Sotomayor para compartir y tomar unos traguitos. Entre ellos estaba el capitán del buque Hermann. De momento, un Fidel distinto, sin botas, en pantuflas y algo cansado entró al cuarto. Se acostó en la cama del Soto y pidió su trago para brindar. Risas y anécdotas matizaron el momento, en el que no faltaron preguntas sobre la meta inmediata del movimiento deportivo cubano, los Juegos Olímpicos de Barcelona el próximo año.

Las proezas mayores de Ana estaban por llegar. Tras su accidente, una plata histórica coronó su regreso en los prometidos Juegos Centroamericanos y del Caribe de Ponce 1993. En el acto de bienvenida a la delegación, efectuado en la Sala Universal de las FAR, fue una de las distinguidas con la Medalla de la Dignidad.

Subió las escaleras para recibirla con algún problema todavía, pues no podía mover bien todavía los brazos y el cuello. El abrazo suave del Comandante cubrió su espalda y la puso triste. Al salir caminando hacia su puesto en la primera fila lloraba sin consuelo y jura que al virarse vio también unas lágrimas en su rostro. “Quizás se contuvo porque estaba en público, pero era un hombre de sentimientos extraordinarios”, confirma 24 años después de aquel hecho su protagonista.

Por supuesto, la otra gran hazaña de Ana fue convertirse en doble campeona mundial de los 800 metros. El primer título lo ganó, para más coincidencia, el mismo día que el Comandante cumplió 69 años: el 13 de agosto de 1995. Un mes más tarde él mismo le impuso la Orden al Mérito Deportivo.

“Para salvar a Ana Fidelia se juntaron dos cosas: un milagro de la ciencia y la técnica con un milagro de la voluntad humana”, diría Fidel en sus palabras de elogio a la premiada, quien sonreía todo el tiempo sin levantar la cabeza. Humildad y sencillez viajaban en silencio. “Hemos obtenido muchas victorias deportivas, pero no creo que haya ocurrido nunca algo tan emocionante, que estremeciera, que sacudiera todas las fibras del alma y del cuerpo como la noticia de esa victoria”, concluyó su discurso.

Mis hijos y una espina clavada   

Una de las obsesiones de Ana era que sus hijos tuvieran una foto con Fidel, lo cual consiguió en la inauguración del laboratorio antidoping de La Habana, en 1999. Consultó con los compañeros de seguridad personal para llevar a su mamá y a sus dos hijos, Alberto Alejandro (de meses) y Carla Fidelia, quienes esperaron hasta el final de acto en una oficina del centro. Finalmente se la tomaron, aunque Albertico estaba hecho caca y hubo que envolverlo en sábanas para no demorar el especial recuerdo.

Sin embargo, la espina más grande que le queda a Ana en su relación con Fidel es no haberlo podido ver desde el 2006, tras haber enfermado. Hizo cartas y habló con muchas personas pero no tuvo la oportunidad. Quería darle su agradecimiento y reciprocar lo que hizo por ella en los momentos difíciles, cuando jamás dejó de estar a su lado. Quería que él supiera de sus sentimientos.

Ana prefiere no poner punto final a esta historia y habla siempre en presente de su Comandante. “Yo soy también una hija de Fidel, quizás no biológica, pero sí espiritual. Todavía siento sus preguntas en mi oído: ¿cómo es que tú puedes correr así? ¿Cómo ganas tan fácil? ¿Cuándo me vas a enseñar el truco?”.

Y sonrió llorando.

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