Quién me habrá mandado a enredarme en esta historia, se preguntó Julio Pabón, más de una vez, aquel fin de semana de octubre de 1995. La situación era especialmente tensa desde meses antes. El alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, electo en 1994, jugaba con fuego. El alza del transporte público y de los alquileres había calentado el ambiente entre los latinos, y la muerte del joven boricua Anthony Báez, como resultado de la brutalidad policial, avivaba la llama: ¿Cuál habrá sido su verdadero pecado: dejar escapar el balón y golpear accidentalmente a la patrulla o… ser hijo de inmigrantes?
Los árabes no demoran en responder, organizan un encuentro y recaudan fondos que entregan a la Autoridad Palestina; pero de Fidel nadie hablaba. “Viste, ofendieron a tu amigo”, le comentan a Julio con cierta sorna desde el otro lado del auricular. “¿No harás nada?”, pregunta otro de los que ese día no dejó descansar el teléfono. Julio Pabón.
Yo veía las manos de la Fundación Nacional Cubano Americana y de Jorge Mas Canosa en todo aquello, no por gusto habían sido recibidos en esos días por Giuliani y, de paso, se quedaron en la ciudad para formar líos. Nos tocaba a los puertorriqueños responder, de otra forma pensarían que verdaderamente nada nos importa. “Fidel es tan latino como nosotros, el alcalde no solo lo ofendió a él; esto es un golpe, otro, a toda la comunidad”, apunté.
No me consideraba entonces, ni ahora, un activista político, no militaba en ninguna organización, me interesaba más la prosperidad de mi negocio vinculado a los deportes (Pabón’s Latino Sports Ventures, Inc.); pero sentí herido mi orgullo como latino, e impulsado por ese sentimiento nació la idea de escribir una nota de prensa denunciando a Giuliani y defendiendo a Fidel.
Alguien me sugirió recabar el apoyo de la Asociación Nacional de Comerciantes Puertorriqueños de la que yo formaba parte. Lo consigo. Ellos aceptan que hablara en su nombre y aportan 500 dólares para preparar “algo”. Jimmy Rodríguez, expelotero de las Grandes Ligas, tenía el restaurante más famoso de entonces (Jimmy’s Bronx Café), y lo pone a nuestra disposición. El congresista demócrata José Serrano, con quien había trabajado como asesor y jefe de prensa, se nos suma y su nombre también aparece entre los firmantes.
“Si usted quiere cenar venga al condado de la salsa, al Bronx, donde la comunidad puertorriqueña le recibirá con los brazos abiertos”. Con esa frase cerramos la nota de prensa.
“Eso no va a suceder, ¿ verdad?”, me preguntaba asustado Jimmy. En realidad ninguno de nosotros pensamos que Fidel la leería y menos que nos tomaría la palabra.
“Esto es como ganarme un Nobel, estaremos con ellos”, contaron que dijo y ahí comenzó una comedia de horror que, gracias a Dios, tuvo un final feliz. Para entonces ya era sábado 20 de octubre y el evento tendría lugar el lunes 23. Solo tres días.
La noticia se regó rápido y la gente empezó a llamarme, todos querían participar. Si no cierro la lista hubiéramos tenido que hacer la cena en el Yankee Stadium. Finalmente entraron 400 personas, y el servicio de bomberos me advirtió: “Uno más y te suspendo el evento”. Pero quien verdaderamente me hizo la vida miserable fue el servicio secreto de EE.UU. Me citaron a un encuentro y enseguida recordé aquello de que, cuando no se confía, lo mejor es verse en un lugar tan público como puede serlo un concurrido restaurante de Manhattan. Los agentes eran tres. Primero trataron de persuadirme, luego me presionaron.
Querían que suspendiera el evento o lo cambiara de sede, “por razones de seguridad”, alegaban. Quizás no les faltaba razón, el Bronx es el distrito más pobre de los cinco que integran Nueva York, y especialmente el sur podía ser peligroso, pero ese es mi barrio, allí me sentía con el control total de la situación.
Finalmente se dieron cuenta de que no cedería, y fue cuando me entregaron un pliego de condiciones “innegociables”, entre estas pedían la lista de los invitados, la cual ese día aún estaba inconclusa.
Pronto tuvo lugar otra cita, esta vez con la seguridad cubana. Fue más fácil, no trataron de convencerme de nada, solo pidieron copia de todo lo que debía entregar a sus colegas estadounidenses.
Ante mí se planteó una disyuntiva: no confiaba (ni confío) en el servicio secreto de EE.UU., y al de Cuba no lo conozco. ¿Qué hacer? Sabía que Fidel y la Revolución cubana tenían enemigos y quizás yo estaba poniendo su vida en riesgo. Si pasaba algo entraría a la historia como el tipo que facilitó las cosas a quienes lo querían muerto.
Organicé entonces un grupo con mi propia gente del Bronx. Llamé a un amigo que había sido campeón de kickboxing ese año, le pedí que buscara seis cintas negras en artes marciales, uno debía ser mujer, no importaba si estaban acabados de salir de la cárcel, solo tenían que ser de confianza. Así fue.
A pesar de eso el día del evento estaba muy tenso. Ni siquiera había previsto conocer personalmente a Fidel, solo quería que todo saliera bien. No subiría al estrado, sino que estaría sentado de frente, siguiendo a mis agentes con la vista todo el tiempo.
El Comandante aún no llegaba, pero uno de la avanzada cubana me llamó: “Havana, we have a problem!”, me dijo. Ellos habían identificado dentro del local a una instigadora que habitualmente participaba en actos contra Cuba, se hizo pasar por reportera. Fui hasta ella y educadamente le pedí que se marchara, protestó pero obedeció. Igual la hubiéramos sacado.
Finalmente me avisan que Fidel está arribando. De pronto, sin saber cómo, está frente a mí. Me sorprendió su estatura, era más alto de lo que imaginaba, y también su energía, nunca sentí algo así, ni siquiera frente a personalidades como Gore (Al), o Clinton (Bill). Solo con Fidel y el boxeador Muhammad Alí experimenté algo así.
Sus manos eran grandes, cálidas, suaves… y estrecharon la mía como hacía mi padre, atrapándola entre las dos suyas. Mi viejo fue un curandero sabio, y me contaba que quien así saluda puede ver el alma de la otra persona.
En medio de toda aquella locura terminé preguntándome si Fidel y mi padre habrían leído los mismos libros, y cuestionando quién era verdaderamente aquel hombre. Ninguno de mis amigos se había preocupado por las repercusiones que la organización de aquel evento pudiera tener en mí, y fue precisamente él quien se interesó por eso cuando empezamos a conversar. ¿Era ese el tirano del que todos hablaban? No lo creo, el lenguaje verbal y corporal de Fidel quebró prejuicios y protocolos.
“Esta es la Sierra Maestra de Nueva York”, dije. Me sorprendí al escuchar aquellas palabras en mi voz, pero no exageraba. El sur del Bronx era nuestra base de operacio- nes, allí vivíamos unos 100 mil puertorriqueños. Muchos llegaron con el gran flujo migratorio de la década de los 50, casi todos trabajaban en la agricultura y no pocos jóvenes habían muerto peleando una guerra ajena en Vietnam, o como resultado de las drogas y la violencia callejera. Otros están presos. Yo soy un sobreviviente.
Finalmente, se abrieron las puertas y entró al salón, todos se pusieron de pie aplaudiendo. ¡Todos! Uno de los que estaba en primera fila fue a tocarlo y un escolta se interpuso. Tranquilo, estamos en la Sierra Maestra, atajó Fidel.
En medio de las prisas Julio no tuvo tiempo para escoger, tomó el viejo ejemplar que guardaba de La historia me absolverá y le pidió una dedicatoria. “Para mi amigo Julio, de un atrevido a otro”, escribió Fidel.
Dos décadas después el boricua ha contado su historia en un libro: Knockout, Fidel Castro visits the South Bronx. El primer ejemplar estuvo dedicado al Comandante: “Para mi amigo Fidel, de un atrevido a otro”, en marzo de este año lo recibió simbólicamente Alex Castro, durante una presentación especial organizada por la Misión de Puerto Rico en La Habana.