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¡Una cajita tan pequeña!

Yira Hernández Gómez, estudiante de Periodismo

Era de noche y no podía dormir tranquila, algo me incomodaba. Pensaba en lo que sentiría cuando muriera, si la vida de los otros seguiría igual y simplemente me apagaría…

Casualmente esa madrugada del 26 de noviembre del 2016 llegó un tenebroso mensaje de texto que con solo tres palabras cambiaría mi ánimo: “se murió Fidel”. Salí de prisa para contarle a mi mamá, quería ser yo quien diera la noticia en casa. Pero el deseo se frustró al ver a mi madre tendida en el sofá, delante del televisor, llorando. Falleció un gran hombre, dijo tras un profundo silencio.

Mientras escuchábamos las noticias en familia, sentí un gran vacío, jamás conocí al Comandante en persona. Mami nunca fue conmigo a una marcha del primero de mayo para verlo, aunque fuese de lejos. Me negó esa satisfacción, al parecer pensó que tendría otra oportunidad, no imaginó que él moriría, y yo quedé sin poder conocerlo.

Profesé el deber de llenar la ausencia, esta era mi oportunidad para rendirle el apropiado homenaje. La FEU convocó, y los estudiantes actuamos en consecuencia. La respuesta de la Universidad de La Habana fue inmediata.

Reflexiones, recuerdos, anécdotas y canciones interpretadas por talentosos jóvenes estuvieron presentes en la velada de Facultad de Comunicación. Esperábamos impacientes, en compañía de nuestro decano la hora en que podríamos formar el cordón para ver al comandante en su caravana.

Ya eran las tres de la madrugada. El sueño y agotamiento del día anterior importó poco.  Rápidamente preparamos todo y partimos a la Plaza de la Revolución, el escenario de sus más apasionados discursos.

Tuvimos el privilegio de estar en la primera línea, donde le hubiese gustado al Comandante que estuviéramos los jóvenes, su confianza y orgullo. Impacientes esperamos el momento. Escuchamos carros a lo lejos, la seguridad pasó delante preparando el terreno. Primero, dos policías de la motorizada seguidos por un camión con periodistas captando el instante y luego…

La Tierra dejó de girar. El silencio incómodo pero necesario se apoderó de aquel espacio de tiempo. Era increíble, noventa años de la historia de un pueblo estaban allí, delante de nosotros. A mi alrededor, una escena monótona y conmovedora: rostros desalmados con lágrimas tímidas que brotaban tanto de ojos tiernos como de miradas profundas.

El ambiente de quietud se rompió igual a un cristal que no aguanta más presión. Detrás de mis compañeras una señora renunció a la calma; cedió a sus emociones entre tanta angustia y tras un grito entrecortado por el llanto solo pudo pronunciar: ¡Tanta grandeza en una cajita tan pequeña!

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