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Ray Fernández: la barbarie semiótica

No es un trovador común, de esos que andan guitarra en mano y con la melancolía a cuestas dando tumbos por la cuidad, bien lo saben los seguidores de su música. Ray enamora, encanta y con intrépida elocuencia se burla de situaciones cotidianas y a su vez dice todo muy en serio. Resulta imposible no ir un jueves a su peña en el Diablo Tun Tun y sentirte como en casa, aunque sea la primera vez que acudas al sitio. El sentimiento de familiaridad es una característica inherente al lugar. Y ahí lo ves, guitarra en mano, “descargándole” a la vida, dando paso a la aventura, al riesgo de salirse de la media y marcar la diferencia.

Cualquier momento resulta oportuno para conversar con él. Puede estar horas haciendo cuentos que parecen sacados de un libro, pero tan reales como su más reciente producción Mamá ando contento —ojo con la coma, enfatizó el cantautor en conferencia de prensa para ofrecer los pormenores del fonograma— el cual contiene nueve temas, todos de su autoría, excepto el segundo, titulado El Ausente, en homenaje al periodista y crítico Bladimir Zamora, quien lo ayudó a iniciarse en los caminos de la trova.

“El Blado fue la persona que me legitimó, mi maestro, mi mentor, pero más que eso fue mi metodólogo. Tengo que agradecerle y quiero hacerlo públicamente, a la Asociación Hermanos Saíz (AHS), donde di mis primeros pasos, al Caimán Barbudo y a la Egrem, con ellos tengo un compromiso inmenso”.

A pasar de ser un músico profesional, confiesa seguir tocando en el Malecón, el mejor teatro de operaciones para cualquier trovador, ese lugar hilarante donde el infinito parece situarse en tus pupilas. “Te voy a decir una cosa: las mieles del ʽéxitoʼ, te circunscriben y crean estándares a seguir; yo no quiero eso para mí. Voy al Malecón porque veo mucho talento allí, me nutro de personas, vivencias…

“En casa no me salen canciones, algunos dramas de amor y uno que otro tema. Cuando mi esposa —médico neonatóloga, madre de mis hijos, musa inspiradora y futura viuda— está de guardia, salgo a la calle y hago trabajo de campo, es lo que mantiene viva mi música”.

Detrás de ese personaje que proyecta se encuentra el verdadero Ray, un poco tímido, pensativo, cauteloso ante cada respuesta. La sencillez lo invade mientras comenta sus peripecias al incursionar en la trova. “Me gradué de chef de cocina. Un día quemé cerca de 30 pollos en el restaurante El Patio, por estar cantando, fue el comienzo de todo”.

Su mayor compromiso: complacer a sus seguidores. “Me involucro con el público, tengo una empatía tal con ellos que me considero uno más en los conciertos. Otros artistas establecen distancia. Yo no puedo. Soy así y no pretendo desnaturalizarme. Sigo siendo el del Malecón, incluso en el extranjero.

“Que quede claro: canto trova popular bailable. También disfruto al máximo improvisar, me considero un repentista, si me queda bien es fantástico, de lo contrario me cuesta trabajo perdonármelo; pero el público olvida, sabe que fue real, espontáneo, un acto sincero”.

Si algo lo define es su ingenio para componer temas que hablan de la Cuba de hoy. Con total ironía critica, argumenta, indaga en zonas de una sociedad que se reinventa día a día. Ajeno al portento de los premios, prefiere la madruga, un buen trago y su mayor cómplice: el Malecón. Así lo declara en la séptima canción del CD Al que fuma bebe y canta se le jode la garganta: “Yo renuncio a la etiqueta etiquetada, al glamour de los Lucas”.

Junto a Frank Delgado tiene una especie de competencia denominada “la barbarie semiótica”, donde predomina, en sus temas, ese juego de palabras que revuelven y despiertan emociones. Sin duda, lo más elocuente de su repertorio es la sinceridad en sus creaciones, la vitalidad con la que arroja verdades sin temor alguno. Vestido de bucanero, de rufián o cualquier personaje que invente, este trovador ha sabido ganarse el cariño de su gente, así como el respeto de sus adversarios. Algo es cierto, como la fuerza de gravedad: Ray Fernández llegó para quedarse.

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