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Las mentiras de Lochte y las carencias del primer debate

Semanas atrás el público norteamericano se deleitó con la actuación de sus deportistas en los XXXI Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. Además de retener el sitial de honor por países conseguido en Londres 2012 (luego de ceder ante los anfitriones en la edición de Beijing 2008) muchos fueron los atletas estadounidenses que en el plano individual brillaron en la urbe carioca.

Michael Phelps se convirtió nuevamente en el rey absoluto de una justa bajo los cinco aros, con 5 coronas y 1 de plata,  elevando su foja histórica en estas lides a 23 doradas, 3 de plata y 2 de bronce. Entre las féminas la ondina Katie Ledecky, con 4 títulos y 1 de plata, y la carismática gimnasta negra Simone Biles, con 4 de oro y 1 de bronce refulgieron con especial brillo.

A esa relación de deportistas extraclases que consiguieron la mayor cantidad de pergaminos (en la que aparecen las húngaras Katinka Hosszu -3 O y 1 P- y Danuta Kozak -3 O-; el ciclista británico Jason Kenny y el fenomenal relámpago jamaicano Usain Bolt, ambos con tres coronas) pertenecen asimismo los nadadores estadounidenses Ryan Murphy, 3 O, y Simone Manuel, también una chica negra que sacó de la alberca dos preseas doradas e igual cantidad de platas.

Todo no fue color de rosas, sin embargo, para los de las barras y estrellas, especialmente por el affaire en el que se vieron envueltos un grupo de nadadores, quienes con Ryan Lochte a la cabeza mintieron deliberadamente sobre un hecho en un establecimiento (declarando que habían sido asaltados) cuando en realidad fueron ellos los responsables de los destrozos ocasionados, en estado de embriaguez, en dicho recinto.

Lochte se retractó después, mediante  declaraciones cantinflescas (el Comité Olímpico de Estados Unidos condenó el hecho) pero nada pudo borrar la mala intención de lacerar al pueblo brasileño, que acogió con hospitalidad a los participantes en la justa.

Al final, el caso del “Cocodrilo” Lochte se levantó como otra evidencia de lo común que resulta en un tipo de sociedad ocultar la verdad con la intención -mediante el empleo de falsedades en torno a los acontecimientos- de manipular la conducta de grandes conglomerados de seres humanos.

Hace apenas unas horas, más de 100 millones de personas en Estados Unidos no experimentaron las alegrías vividas durante los días de la máxima competición celebrada en la Ciudad Maravillosa. El motivo de preocupación sobrevino siguiendo los análisis de los dos principales candidatos a las elecciones presidenciales, previstas para el próximo 8 de noviembre.

A nadie asombra  que los debates televisivos entre los contendientes de los partidos demócrata y republicano representan ante todo un show concebido de principio a fin como espectáculo, donde lo mediático adquiere preeminencia.

Aunque en el noche del lunes 26 de septiembre se produjo en la Universidad de Hofstra en Long Island, Nueva York, el primero de los tres  intercambios pactados face to face entre Hilary Clinton y Donald Trump, prácticamente desde el comienzo de la carrera hacia la Casa Blanca más de un año atrás, afloraron los múltiples desencuentros entre adversarios con historias de vida diferentes, pero con el denominador común de hacer todo lo que esté a su alcance por preservar el papel de Estados Unidos como vórtice del sistema capitalista global.

Y esa idea es lo primero que debe quedar claro a la hora de interpretar cualquier programa de campaña de los que contienden por la jefatura del imperio. El rojo y azul, y la simbología de elefantes y burros que proliferan en anuncios y pasquines, son  apenas la imagen gráfica de dos agrupaciones que representan en verdad desgajamientos de un mismo tronco.

Ambos bloques (ignorar esta cuestión cardinal implicaría irse de bruces en el resto del examen) están  enfocados en preservar los intereses de la clase dominante, privilegiando la visión de una élite que, pese a cualquier hecho circunstancial (incluyendo que un afrodescendiente ocupara el Despacho Oval) sigue enfilada en jerarquizar la visión Wasp, esa que encarna la mirada de los blancos, anglosajones y protestantes, presente en la médula del sistema político estadounidense desde el advenimiento de aquella nación.

Comprender qué aspectos desempeñan el carácter doctrinal dentro del entramado norteamericano es vital para desentrañar los matices y variaciones que afloran en la superficie, mediante pugnas que no están diseñadas para llevar adelante las aspiraciones de las grandes mayorías, asqueadas cada vez más del comportamiento de los políticos, quienes están permeados por constantes escándalos de corrupción y entuertos de toda índole.

Eso sí, estas elecciones tienen lugar en un contexto particularmente complejo signado por varias cuestiones que gravitan con particular énfasis dentro de la sociedad estadounidense. Entre ellas vale la pena resaltar que de manera general atraviesan la más alta incertidumbre e inestabilidad que se recuerde, expresión al mismo tiempo de una crisis integral mucho más acendrada de lo calculado inicialmente.

Asimismo están inmersos en un período de cambios fundamentales, que impactan los más variados planos, si bien identifican como prioridad estratégica revitalizar la fortaleza económica de antaño, aunque en modo alguno se esfuman completamente las señales de alarma para una economía en la que continúan como lastres la elevada carga de la deuda pública y privada, el hecho de que se encarecen las exportaciones, y que aumenta el déficit presupuestario.

Al mismo tiempo no ha desparecido, pese a todas las medidas adoptadas, la posibilidad de una recesión económica, mientras la desigualdad  social adquiere una magnitud solo equiparable a la época de la gran depresión. Todo ello en un país profundamente dividido y polarizado, que enfrenta importantes cambios generacionales y demográficos dentro de un contexto de fragilidad social.

Estados Unidos está viviendo hoy, nadie lo duda a estas alturas, una crisis del bipartidismo que estremece los cimientos de su sistema político. Más aún, hay una desconfianza galopante en las instituciones del gobierno, que ha provocado a la vez demostraciones concretas, en diferentes esferas, contra el establishment.

De igual manera es perceptible para numerosos analistas el incremento de la ansiedad y la angustia en proporciones pocas veces vista, génesis de la cultura del miedo que se ha instaurado hasta los tuétanos. Si este coctel potencialmente incendiario fuera insuficiente, habría que agregarle la amalgama de corrientes políticas que subyacen en los diferentes ámbitos de la gigantesca nación.

Claro que este encuentro no se centró –como tampoco probablemente lo hagan los otros- en hacer una disección de los asuntos cardinales que los afectan, ni mucho menos en cómo encontrar soluciones que involucren la participación consciente, creadora y comprometida de la inmensa mayoría de la población. Ello sería pedirle peras al olmo.

Estos intercambios publicitados hasta la saciedad tienen como aspiración suprema captar, por cualquier medio, la intención de voto en las urnas, especialmente de aquellos sectores y estados con actitud oscilante.

El que acaba de concluir pulverizó, en el mejor espíritu olímpico, el récord anterior de 80 millones de telespectadores, que siguieron en 1980 el debate entre el presidente James Carter y el retador republicano Ronald Reagan. Ya sabemos lo que ocurrió semanas más tarde de aquella noche, con la llegada al poder de un cowboy que sentó las bases de una práctica neoconservadora vigente en múltiples espacios hasta nuestros días.

En esta ocasión los mensajes prelaborados tenían como destinatarios principales a los habitantes de Florida, Ohio, Pennsylvania, North Carolina, Wisconsin, Nuevo México y Michigan, donde la mayoría de los expertos consideran que presumiblemente se libaran las mayores batallas, a la postre vitales en el afán de cada cual de coronar sus pretensiones.

Ahí está el meollo del programa orquestado. Todo lo demás es el uso de cosméticos, mediante los cuales se intenta “maquillar” un rostro pálido (el del sistema) en aras de insuflar confianza a quienes únicamente importan en el instante de depositar el voto.

Una actividad de esa naturaleza puede resumirse, evocando el clásico cinematográfico, como lo que el viento se llevó, pues el enfrentamiento televisivo está enfocado en los ataques al oponente y las diatribas discursivas, en las que haciendo gala de un lenguaje rocambolesco y edulcorado se evade la esencia de los fenómenos, soltando al éter pura hojarasca.

Esa degradación no es atribuible exclusivamente a las contiendas electorales sino que, desafortunadamente, se ha convertido en sello distintivo del capitalismo pensar la política como representación caricaturesca de la sociedad, donde las figuras públicas se entrenan en llevar adelante puestas en escenas teatrales bien hilvanadas en el guión, pero carentes de solidez en lo que se trasmite. Es una regularidad en esos escenarios vociferar de mucho pero hablar, explicar, persuadir, reflexionar y disertar poco sobre casi de ningún tema de primer orden.

Son reglas de juego aceptadas con precisión por todos los bandos. Lo mejor es no adentrarse con rigor en nada trascendente porque, explican los miembros de cada staff, el público no quiere eso, sino la confrontación sobre aspectos personales, donde la revelación de pasajes escondidos puede ser más mortífera que un arma atómica.

Más importante que lo sustantivo es lo periférico. Este se exaltó menos que el otro. Aquel se ruborizó más ante una pregunta. La manera en que se dirigió tal candidato al moderador evidenció solvencia o inseguridad, o cualquier otra idea colateral hacen en verdad las delicias de la jornada.

Mirándolo bien, ello es crucial dentro del esquema de función circense aludido. Los espectáculos tienen  sus códigos y los relacionados con el quehacer político no pueden quebrantar esas reglas, so pena de echar por la borda las ínfulas de las grandes cadenas televisivas.

Dentro de un encuadre amplio todo vale en la confrontación. Así como sobre el cuadrilátero los pugilistas se empeñan en golpear al oponente recibiendo la menor cantidad de impactos, aquí hay que lanzar al ruedo constantemente jabs y opercuts revestidos de piruetas discursivas para que el público (el verdadero juez de la jornada) emita su verdecito sin margen dubitativo.

En esa línea inescrupulosa es válido (y predecible) observar  a uno de los involucrados enfilar al máximo los cañones sobre un tema, mientras  después permanece impasible ante otro asunto, simplemente porque el plan táctico que se planteó le aconseja que dicho comportamiento le reportará la victoria.

Esta vez Hilary Clinton, por ejemplo, se adentró en la necesidad de la innovación tecnológica y las energías renovables. “Necesitamos una economía justa, dijo con énfasis, que nos permita aumentar el salario mínimo. Las empresas, añadió, deben distribuir mejor las ganancias”.

Donald Trump, por su parte, se movió en la cuerda empleada durante meses, signada por parlamentos inverosímiles que revelan, en última instancia, sus abismales falencias en el campo político, aunque esas excentricidades, contradictoriamente, lo catapultaran a la fase final de la porfía.

“Nuestros empleos, apuntó, se están marchando a México y otros países. China está devaluando nuestra moneda. Están utilizando a nuestro país como alcancía para vaciar la economía.”

Quizá quedó como consuelo para ambos concursantes (no olvidemos que las elecciones son uno de los eventos competitivos que más lucro proporcionan) el hecho de la bajísima aprobación  de la que gozan hasta el momento. No es una exageración afirmar que se trata de las opciones más vulnerables presentadas a los estadounidenses en largo tiempo.

Por ello, teniendo a Lester Holt de NBC News terciando en el duelo, Clinton y Trump trataron de convencer sobre la preparación que poseen para fungir como Comandante en Jefe, combatir al terrorismo, crear más empleos o devolver la tranquilidad a las ciudadanos en las calles, asediados por la amenaza que representan las armas de fuego.

Desde esa óptica no hubo originalidad en la formulación de propuestas, pues los temas fueron escrutados desde una retórica que, en buena lid, es una de las razones que ha provocado hastío en numerosos sectores de la población. Si los políticos occidentales cumplieran siquiera un tercio de lo que prometen durante sus campañas, hace rato no existieran los grandes flagelos que afectan a la humanidad. La historia, lo sabemos bien, ha sido escrita de otra manera.

Por lo pronto, en el estilo del “Cocodrilo” Lochte, quedaron sin escrutar cuestiones sustantivas en este primer dual meet. Más que si Clinton se llevó el round inicial queda por ver que ocurre en el segundo capítulo, previsto para el domingo 9 de octubre en la Universidad de Washington en Missouri.  Una alerta es oportuna: no debemos hacernos muchas ilusiones.

*El autor es Licenciado en Historia; Especialista en Defensa y Seguridad Nacional y Profesor Auxiliar del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana.

 

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