Icono del sitio Trabajadores

Fidel en el primer asalto al cielo

Quiso la casualidad histórica que el primero y segundo jefes de las acciones del 26 de julio de 1953 se conocieran un Primero de Mayo.
Quiso la casualidad histórica que el primero y segundo jefes de las acciones del 26 de julio de 1953 se conocieran un Primero de Mayo.

Quiso la casualidad  histórica que Fidel Castro Ruz y Abel  Santamaría se conocieran  un Primero de Mayo. Fue  en 1952, dos meses después  del golpe de Estado  que aupó al poder al dictador  Fulgencio Batista.  En aquel nefasto contexto  en que a los trabajadores  se les prohibió realizar el  tradicional desfile por la  fecha, ambos jóvenes estaban  inmersos en la multitud  que convirtió el acto  de recordación a un obrero  recientemente asesinado  por el régimen priísta, en  una manifestación de repudio  al cuartelazo.

Fidel se había hecho  cargo de la acusación a los  asesinos de aquel humilde  trabajador y logró que  los encausaran y condenaran;  sin embargo, el recién  estrenado batistato no  solo sobreseyó el caso sino  convirtió a uno de los criminales,  el ya tristemente  célebre Rafael Salas Cañizares,  en jefe de la Policía.  Era una reveladora muestra  de los desmanes del régimen  de facto.

Precisamente sobre los  acontecimientos políticos  que sacudían a la nación  fue ese diálogo entre los  hombres que un año más  tarde serían el primero y  segundo jefes de las acciones  del 26 de Julio.

“Estuvimos de acuerdo  en que algo había que hacer  para combatir el régimen  dictatorial de Batista  —relató Jesús Montané,  participante en el encuentro—  Nos lamentamos de  la inercia de algunos sectores  de la llamada oposición  que estaban demostrando  una incapacidad  manifiesta para presentarle  un verdadero frente  de combate a la tiranía.  Se imponía la acción de la  juventud ante tanta politiquería  y vacilaciones. En  esa conversación ya despuntaba  el líder que organizaría  masivamente al  pueblo”.

Abel fue ganado inmediatamente  por la personalidad  y las ideas de  quien se revelaba como el  conductor de los que aspiraban  a participar en una  nueva “carga para matar  bribones”, y en vísperas  de los asaltos se le escuchó  decir con júbilo y admiración,  personificando en  él la obra de todos: “¡Qué  sorpresa le va a dar Fidel  a la gente de Cuba con la  Revolución!”

La impresión que causó  entre aquella juventud  deseosa de un guía para  pasar a la acción, puede  ejemplificarse en el comentario  que le hizo Renato  Guitart a su padre:  “Conocí a un muchacho,  ¡qué mentalidad! ¡Papá,  ese sí es un revolucionario!  Es un temperamento de  mucho empuje, vive muy  adelantado, se llama Fidel  Castro”.

Y tal reconocimiento se  sustentaba en su postura  consecuente en defensa de  la justicia y la dignidad,  forjada desde los tiempos  de estudiante universitario,  y profundizada en su  actuación vertical e indoblegable  en la lucha política,  hasta que al comprobar  la imposibilidad de restablecer  por las vías legales  el estatus constitucional  pisoteado por el golpe de  Estado, decidió recurrir a  la vía armada.

¿Con qué combatientes  contaba para emprender  ese camino?

“Si no cuentas con la  clase obrera, los campesinos,  el pueblo humilde,  en un país terriblemente  explotado y sufrido, todo  carecería de sentido”, le  respondió a Ignacio Ramonet,  décadas más tarde, el  propio Fidel.

“¿Entonces solamente  contaba con el pueblo?”, fue  la pregunta que le hizo el  fiscal en el juicio del Moncada,  y la respuesta fue la  misma: “Sí, con el pueblo;  yo creo en el pueblo”. Y el  pueblo creyó en él y le confió  sus esperanzas.

Esa fue la cantera de la  que surgió una organización  político-militar revolucionaria  compuesta por  hombres en su mayoría de  procedencia humilde y muy  jóvenes, que llegó a contar  con más de mil militantes,  adiestrados y organizados  en unas 150 células. Fue  la limitación de armamento  la que redujo la participación  en los asaltos a  integrantes de solo unas  25 células. Estas tenían  como principios la más férrea  disciplina, discreción  y compartimentación, y la  disposición incondicional  de sus miembros a tomar  las armas y morir si era  preciso en defensa de sus  ideas. Muchos aportaron  para la causa, con absoluto  desprendimiento, todo  lo que tenían, empeñaron  sus salarios de varios meses,  entregaron sus ahorros,  donaron sus medios  de vida…

De la austeridad con  que se desenvolvían era  ejemplo el propio Fidel.  Transcurrido todo un día  de recaudación, Fidel y Pedro  Trigo pasaron por la  vivienda del primero, cuyo  niño de tres años estaba  enfermo. El apartamento  no tenía luz porque le habían  cortado la electricidad.  Fidel dejó una nota  para que el pequeño fuera  atendido por un médico conocido  y le tuvo que pedir  cinco pesos a Pedro para  que en la casa compraran  alimentos y medicinas,  mientras ellos seguirían  realizando gestiones hasta  la madrugada. En esos momentos  Fidel tenía en los  bolsillos más de cien pesos  recogidos en la jornada.

En una oportunidad  expresó, en un tono jocoso,  que él fue el primer revolucionario  profesional del  Movimiento, porque al estar  dedicado por entero a  esta tarea otros compañeros  le ayudaban a sufragar  sus gastos elementales de  subsistencia. Como abogado  podría haber gozado de  una posición acomodada,  no obstante, sus defendidos  solían ser muy humildes  y no les cobraba honorarios.

El suyo fue siempre un  liderazgo natural. “Era  un respeto y una admiración  que no obedecía a una  norma —explicó Melba  Hernández—, surgía naturalmente  de la aceptación  y confianza que Fidel despertaba  en nosotros por su  conducta, optimismo, capacidad  y fervor revolucionario”.

Emociona evocar el patriotismo  que bullía en los  pechos del poco más del  centenar de hombres y dos  mujeres que, reunidos en la  granjita de Siboney en la  madrugada del 26 de julio,  escucharon la lectura del  Manifiesto del Moncada y  el vibrante poema de Raúl  Gómez García Ya estamos  en combate, para después,  todos juntos, en voz baja,  entonar el Himno Nacional,  y sentir que calaba  muy hondo en sus corazones,  como nunca antes, la  frase de que “morir por la  patria es vivir”.

Los aguardaban sus  puestos en la pelea: el  cuartel Moncada, el Hospital  Civil, el Palacio de Justicia…  mientras en Bayamo  otros de sus compañeros  la emprendían contra el  cuartel Carlos Manuel de  Céspedes.

Después vendrían horas  terribles, los menos  caerían bajo las balas, muchos  conocerían el horror  de la muerte tras atroces  torturas, de manos de los  que habían recibido la orden  criminal de matar a 10  revolucionarios por cada  soldado caído; algunos  como Fidel serían capturados  más tarde, pero el no  haber alcanzado el éxito  no significó para ellos que  fuese incorrecta la tesis de  la lucha armada como punto  de arranque de la revolución  económica y social  que necesitaba el país. El  26 de julio fue solo el primer  paso en ese camino.

La adversidad, lejos de  mellar la confianza de los  combatientes en su líder, la  acrecentó. Haydée Santamaría  expresó con sentidas  palabras lo que constituyó  entonces un sentimiento  colectivo: “Allí tuvimos  momentos en que al no  saber de Fidel queríamos  en realidad desaparecer.  Estábamos allí con tal seguridad  de que si Fidel vivía,  vivía el Moncada, que  si Fidel vivía, habría muchos  Moncadas, que si Fidel  vivía, se encontrarían  muchos Renato, muchos  Gómez García, muchos  Pepe Luis; que si Fidel no  vivía existían, pero ¿quién  los descubriría como supo  descubrirlos él? Y al saber  que Fidel vivía, vivimos  nosotros, vivió el Moncada,  ¡vivió la Revolución!”

Quienes lo juzgaron por  los sucesos del 26 de Julio  tal vez no comprendieron en  todo su alcance la afirmación  de que el autor intelectual  del Moncada era José Martí.  En esa frase se sintetizaba la  idea de la continuidad de la  obra inconclusa de nuestros  libertadores, y el encargado  de retomar su liderazgo, en  el siglo XX, era aquel hombre  que lleno de dignidad  se encaró al tribunal para  afirmar, con absoluto convencimiento,  que, como el  Apóstol, estaba actuando  por mandato de su pueblo:  “Condenadme, no importa,  la historia de absolverá”.

El 26 de Julio se había  producido el primer asalto  al cielo, el mejor homenaje  al Maestro en el año de su  centenario. La lucha debía  continuar y ya desde la  prisión, con su inclaudicable  optimismo, Fidel empezó  a concebir los nuevos  pasos para lograr ese propósito,  confiado en la capacidad  revolucionaria de  la que consideró siempre  su mejor tropa:“Si en Santiago  de Cuba cayeron cien  jóvenes valerosos, ello no  significa sino que hay en  nuestra patria cien mil jóvenes  dispuestos también  a caer. Búsquenseles y se  les encontrará, oriénteseles  y marcharán adelante por  duro que sea el camino; las  masas están listas, solo necesitan  que se les señale la  ruta verdadera”.

Compartir...
Salir de la versión móvil