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Enseñar a ser patriotas

Dos fotos me acompañan en la cabecera de mi cama. La primera es del Mayor General Antonio Maceo y Grajales. Es una vieja imagen que tiene más de 60 años. La heredé de mi abuelo Merejo, un campesino humilde y sencillo, que casi no sabía leer, pero con un profundo amor a su patria y a sus héroes, en particular por el Titán de Bronce.

La segunda foto es del coronel Juan Delgado, quien con derroche de valor  salió a rescatar el cadáver de Maceo en San Pedro, aquel fatídico 7 de diciembre de 1896. Ahí se fundió la virtud del patriota y el coraje y lealtad de sus seguidores.

Por  Maceo sintió abuelo una admiración sin límites. Crecí con sus anécdotas, sus historias, algunas inventadas,  pues aseguraba que por las calles del poblado de Pijirigua habían pasado las tropas del general. “Mi hija, él estuvo por estos callejones”, decía orgulloso.

No fui la única que degustó sus cuentos, hechos bajo la sombra de los mangos y ciruelos del patio de la casa. Todos los hermanos y primos hacíamos un coro alrededor de Merejo, quien nos daba clases de patriotismo, sin tener un libro en sus manos.

Con esas lecciones de amor y fervor patriótico, creció aquella prole. ¿Cómo se forma un patriota? ¿Cómo hacer que se veneren y respeten nuestros símbolos y héroes en estos tiempos en que cada vez estamos más anegados en el mundo digital y la diversidad de soportes se incrementa sin paralelos? ¡He ahí la familia, he ahí la escuela!  Puede empezar con esas narraciones de un hombre semi-analfabeto como Merejo, o un maestro paradigma (no importa la asignatura) que guste hablar de la historia de Cuba.

Cuando llegamos a manos de la maestra Gloria Granados, en primer grado, mi hermanito Juany y yo ya conocíamos la bandera cubana y también el himno nacional. Pero fue ahí, en la escuela José Antonio Labrador, donde apreciamos el acto solemne de ponernos en atención y de entonar con pasión las notas del himno. El mayor orgullo era estar entre los elegidos para izar la bandera.

En casa de mis padres siempre hubo flores y recuerdo cómo escogíamos las rosas más hermosas para ponerlas en el busto de José Martí y para llevar al río cada 28 de octubre en honor a Camilo Cienfuegos. Fueron Gloria, después Mercedes Alfaro, María de los Ángeles,  Xiomara Pérez y muchos otros, los maestros que nos enseñaron que  Historia de Cuba era más que una asignatura y que no se podía impartir sin pasión, sin que los alumnos sintieran vibrar sus corazones.

En la casa y en la escuela tuve yo las grandes clases de cívica. De ahí salieron las lecciones de cómo comportarse en la vida, qué modales seguir, y sobre todo, los sentimientos de solidaridad, el respeto al derecho ajeno. Nadie va a querer y respetar  lo que no se enseñe.

Las historias de los mambises las repitieron a nuestros abuelos sus padres y maestros;  hoy nos toca a nosotros hablarles a nuestros hijos y nietos.  Recuerdo que en 1983, aún sin concluir los estudios universitarios, un grupo de alumnos de diversas Facultades de la Universidad de La Habana  fuimos seleccionados para trabajar con los campesinos de la Sierra Maestra, en la provincia de Granma.

A mi amiga Liset García y a mí nos correspondió Santana de Nagua, en Bartolomé Masó. Los niños y jóvenes de allí nunca habían tomado helado,  aún la mayoría de las familias no tenía luz eléctrica y vivían en casas humildes, pero por donde quiera que íbamos nos daban clases de historia. Conocían los nombres de los héroes ahí caídos, en qué lugar habían ocurrido los combates librados por el Ejército Rebelde.  Los monumentos estaban cuidados con esmero.

Lamentablemente,  hoy vemos que en muchos lugares están en el olvido tarjas dedicadas a mártires,  bustos descuidados, consumidos entre hierbas, sin que nadie les preste atención. Visitamos numerosos centros  y cuando preguntamos quién es el mártir que los identifica, a veces ni siquiera lo conocen, y la biografía, si existe, está en una gaveta o en un sitial histórico que en ocasiones no recibe la atención que merece. Y ahí llegan los jóvenes que empiezan su primera experiencia laboral y ni siquiera miran para ese lado porque no les llama la atención o no existe la persona que se lo sugiere.

A todos nos toca la tarea inmensa de enseñar a ser patriotas a las niñas y niños, a los adolescentes y jóvenes. Y no se hace con una vara mágica. Es la gota día a día, sin agotarnos, porque nadie puede dudar de la validez de forjar un sentir patriótico y principios ciudadanos en  las nuevas generaciones para preservar el futuro.

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