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Las calles de oro de Hialeah

Por Fulvio Bugani especial para Trabajadores

La migración es tan vieja como la humanidad. El hombre siempre se ha movido en busca de mejorar sus condiciones  de vida. Los cubanos no han sido la excepción, aunque en ocasiones las circunstancias han trasladado diferendos  políticos al fenómeno. Recientemente Fulvio Bugani, fotorreportero italiano  premiado en el concurso de World Press Photo, expuso en la redacción de Trabajadores algunas de sus experiencias.  Entre ellas resultó particularmente interesante el ensayo fotográfico que prepara acerca de cómo la familia cubana  vive la migración hacia Estados Unidos. Le pedimos compartir una parte con nuestros lectores y aquí está. Yimel Díaz

Decenas de veces, en las visitas que desde el 2009 realizo  a Cuba para un proyecto profesional, he escuchado decir:  “¡Quiero salir de Cuba. Quiero ir a Miami. Hay oro en las  calles de Miami!” Uno de mis amigos cubanos, Julio, oyó esta frase desde  niño, sobre todo de personas  con parientes o amigos que  habían emigrado a la Florida.  Quizás por eso siempre soñó  con salir de Consolación del  Sur, zona rural donde nació y  se crió.

La fiesta de despedida a Julio cuando se fue a Miami. Foto: Fulvio Bugani

 

Luego de tres años nos reencontramos en Cuba, durante su primer viaje a la isla.  Para entonces ya vivía con  Luisa, su esposa y sus dos hijos,  en un suburbio de Hialeah donde el 80 % de la población es cubana.

Su madre, Yara, lo esperaba en Viñales. No cabía  dentro de sí. No sabía si llorar  o reír. Para liberar la tensión,  a veces gritaba. Se abrazaba  a Yadira, su hija de 23 años.  Con nerviosismo miraba la  foto que Julio le enviara dos  años atrás, aquella donde  posa junto a un coche deportivo rojo.

El marido de Yara, quien fue más que un padrastro para Julio y sus dos hermanos, caminaba nervioso, impaciente, por el campo de  frijoles. La familia y amigos  también estaban ansiosos  por verlo, por escucharle hablar de los cubanos en Miami. Muchos están fascinados  por esa ciudad. Hay de todo y más, dicen. Corren cuentos de  cómo los cubanos han llevado  un pedazo de alma y calor humano a la tierra americana de  Hialeah.

En algunas familias cubanas existe la creencia de  que quienes logran irse a los  EE.UU., legal o ilegalmente,  entran a una vida de satisfacción económica y cultural.  Por eso esperan alguna ayuda, ya sea en forma de remesa, de recargas a los móviles,  o el envío de algún equipo  electrónico.

Pero la realidad es que muchos de los que viven en Hialeah no pueden mandar nada durante un buen tiempo. Los que quedan en  Cuba  desconocen las dificultades de  los países capitalistas, por eso  a veces se molestan, y hasta se  enojan, cuando la prometida  ayuda material no llega.

Julio vive en un pequeño apartamento de 35 metros cuadrados en Hialeah, con un dormitorio estrecho para 4 personas. La Ley de Ajuste Cubano le permitió obtener la residencia de inmediato y un aporte inicial importante para comenzar su aventura americana. Algo diferente le espera al resto de inmigrantes latinoamericanos, y por  este motivo algunos no ven  con buenos ojos a los procedentes de la isla, quienes rápidamente se convierten en  “cubanoamericanos”.

El carro deportivo rojo que compró Julio primero tuvo que ser reparado, y para ello contó con la ayuda de varios cubanos de Hialeah. Foto: Fulvio Bugani

 

En junio estuve en Miami, en casa de Julio y Luisa. Desde el principio muchos me decían: “¡Esto es Cuba con comida, es Cuba con comida!”  Pero la realidad es otra. Hialeah es una ciudad dormitorio  con casas bajas, alineadas, sin  personalidad. Es fría. No hay  nadie en las calles ni niños jugando. Tampoco plaza o lugar  de encuentro. Ningún camino  es de oro. Lo que sentí fue una  sensación de miedo que nunca  vi en ningún barrio de Cuba.

Julio trabaja ilegalmente en una pequeña empresa de refrigeración ubicada en una zona industrial en las afueras de la ciudad. El jefe es cubano, igual que otros empleados.  Tiene un segundo trabajo,  también ilegal: limpiar una  escuela dos veces a la semana.  Lo realiza junto a su esposa y  con eso pagan la educación de  sus hijos.

En tres años nunca visitó el mar. Aún no habla una palabra en inglés.

En Miami todo es demasiado grande. Las distancias  son inmensas. El coche se  convierte en las piernas de sus  habitantes. Julio y Luisa poseen un coche deportivo rojo del 2006. Es de tercera mano. Probablemente les costó entre 500 y mil dólares. Barato,  como todos los coches usados,  aunque para los de la isla estos son un símbolo de riqueza, de estatus social. Cuando  los cubanos de Miami se presentan, lo primero que dicen,  después del nombre, es el año  y la matrícula de su auto.

Los hijos de Julio y Luisa tienen 9 y 7 años. En la escuela han aprendido un poco  de inglés y viven encerrados  en la casa, jugando con sus  teléfonos y tabletas, por miedo a salir a las calles donde  muchas personas andan armadas, y abundan los drogadictos o borrachos. Ellos, al  final, podrían convertirse en  adictos patológicos a los juegos electrónicos, lo que actualmente también es un problema social.

Los niños viven encerrados en casa, jugando con aparatos electrónicos. Foto: Fulvio Bugani

 

Los cubanos de Miami tienen que trabajar mucho y duro para reconstruir sus vidas. Quienes carecen de estudios avanzados y llegan sin preparación enfrentan la dura realidad de una ciudad que incluso, puede volverse  peligrosa.

Julio y Luisa son personas maravillosas, trabajadoras. En la Florida pagan  el alquiler y el seguro de la  casa. También el del carro.  Además, la escuela de los niños que les cuesta aproximadamente 80 dólares por cada  uno a la semana. Cuentan con  poco tiempo libre para compartir entre ellos, y a veces  tampoco pueden enviar dinero o artículos a la familia de  Viñales.

Cuando por fin Julio se reencontró con su madre, ella gritaba, lo revisaba, lloraba y se le abrazaba. No preguntaba nada, no quería saber nada. Ese día Julio vestía ropa de marca comprada en los mercados. Luisa traía dos anillos  en cada dedo, los exhibía orgullosa, como también hacía  su hija de nueve años, con sus  muy largas y verdes uñas postizas.

Recordé entonces aquellas historias del escritor italiano Leonardo Sciascia, acerca de nuestros coterráneos que al regresar de los EE.UU. alquilaban ropas y collares para  dar una buena impresión,  ocultar la dura realidad y decir a sus padres y familiares  que todo estaba bien. Ahora  la historia se repite.

De regalo Julio y Luisa trajeron bolsas de chocolates y las repartieron entre los  niños del pueblo, los hijos de  aquellos con los que Julio se  había criado y que ahora corren, semidesnudos y alegres  por las calles, soñando con la  vida de ese gringo que vino de  la Florida, donde dicen que  hay calles de oro.

Reencuentro con la familia luego de tres años en Hialeah.Foto: Fulvio Bugani

Agradecemos la colaboración de Sisleydi de Armas y Ámbar Pérez en la traducción del texto.

 

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