Chano Pozo: El repiqueteo infinito del tambor

Chano Pozo: El repiqueteo infinito del tambor

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El 7 de enero de 1915, en algún rincón del solar Pan con  Timba, detrás del Cementerio de Colón, nació Luciano  Pozo González. Los sonidos  del toque de santo de ese día  —acelerados, precisos, poderosos—, debieron de penetrar  por las ventanas del modesto  cuarto de Cecelio González  y Carnación Pozo y fueron  calando desde el mismo comienzo en ese hijo de Changó,  que como él, se convertiría en  el dueño absoluto de los tambores, el baile y la música.

Vivió la vida dura e intensa de cualquier negro de  comienzos de siglo en la joven República de Cuba. Al  joven Luciano, que pronto fue  Chano, nadie le regaló demasiado. Estuvo internado en un  reformatorio juvenil, vendió  periódicos, limpió zapatos,  sirvió de guardaespaldas;  aprendió y asumió el estilo de  un mundo violento que solo  entiende de perdedores y sobrevivientes. Pero fue justamente el universo marginal  de La Habana, con sus prácticas de santería y sus ritos  de abakuá, el que le dio sus  mejores armas: los ritmos, los timbres, los trucos de la música afrocubana.

Un rápido repaso a su breve vida causa vértigo: compositor, tamborero y bailarín de comparsas como Los  Dandy de Belén; fundador del  Conjunto Azul junto a su hermanastro Felix Chapottín;  participante en el show Congo Pantera del Cabaré Tropicana; miembro de la Orquesta de los Hermanos Palau;  colaboraciones con Miguelito  Valdés, Arsenio Rodríguez y Frank Grillo (Machito); bailarín de la compañía de Ka therine Dunham; miembro de la banda de Dizzy Gillespie; colaboraciones con Milt  Jackson y James Moody y sus  Modernistas… todo esto en  33 años. 33 años en los que  dejó una huella en Cuba como  rumbero de altura y trastocó  con su espíritu turbulento el  camino de un río de por sí poderoso como es el jazz.

Porque, en septiembre de 1947, por mediación de ese otro grande que fue Mario Bauzá, el tamborero Chano Pozo conoció al trompetista norteamericano Dizzy Gillespie. De la trascendencia  de este intercambio, del que  se han escrito incontables páginas; solo me gustaría detenerme en un detalle. Vale recordar el ejemplo del trabajo  de Pozo junto a Dizzy Gillespie; trabajo que —como el de  Machito, Mongo Santamaría,  Mario Bauzá y tantos otros—  terminó por darle un sonido  definitivo a eso que hoy conocemos como latin jazz.

En apenas dos años, se convirtió en uno de los músicos imprescindibles de la  escena jazzística de Nueva  York. Pero Chano, sin importar cuánta fama pudiera estar acumulando, cuando no estaba viviendo al límite la vida se encargaba ponerlo al límite a él.

Y justamente el límite lo encontró en el neoyorquino barrio de Harlem, el 3 de diciembre de 1948, víspera de  su patrona Santa Bárbara,  que en el sincretismo cubano  se corresponde con Changó, el  padre al que no pagó su promesa de “hacerse”  santo. Del  suceso se han difundido distintas versiones que no acaban de arrojar luz definitiva  sobre el móvil del asesinato.

Una de esas historias, interesante por su regodeo novelesco en el suceso, afirma  que Chano acababa de poner  en la victrola la grabación de  Manteca, su antológico tema  coescrito con Gillespie, y que  la bala le partió el corazón en  medio de su baile.

Ficciones (o no) aparte, el hecho incontestable es que Eusebio Muñoz, alias El Cabito, vació su cargador encima de uno de los tamboreros  más míticos de la historia  de la música. Si sonaba o no  Manteca  mientras moría, poco importa; la rumba estuvo desde su cuna y lo siguió  (y nos siguió) acompañando  hasta siempre.

 

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