El proyecto de revolución martiana

El proyecto de revolución martiana

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José Martí vivió en la segunda mitad del siglo XIX, el siglo de la sociedad industrial capitalista, el siglo que consolidó el predominio de la burguesía, el siglo del triunfo liberal en sentido general; pero este no fue un proceso lineal, ni igual en todas partes del planeta; además, en el tiempo histórico de Martí la evolución capitalista entraba en un nuevo momento que alteraba principios básicos del liberalismo original. Por otra parte, los rasgos mencionados corresponden fundamentalmente a los países que constituyeron el centro, es decir, las potencias europeas que produjeron las revoluciones burguesas de fines del siglo XVIII y principios del XIX y Estados Unidos; pero este no era el escenario para la transformación que se planteaba Martí, cuya tarea histórica estaba en función de una región subalterna de ese sistema capitalista, que alineaba en lo que se ha llamado periferia en relación con el mencionado centro. Estas son cuestiones básicas para acercarse al tema propuesto.

La época martiana, por otra parte, planteaba nuevos problemas con el desarrollo del monopolio –que aplastaba al laissez faire-laissez passer del liberalismo económico– y el reparto colonial de grandes zonas del mundo –fundamentalmente África y Asia–, además de marcar el momento de despegue de Estados Unidos como potencia mundial con su expansionismo de nuevo tipo, lo cual se convertiría en asunto central de la preocupación martiana por razones obvias de carácter estratégico. Hombre con gran sentido del tiempo histórico, del cambio histórico, estaba convencido de que vivía un proceso acelerado de transformaciones en las relaciones internacionales aún no concluido, y asumió los retos que esto planteaba.

En aquel mundo cambiante y muy desigual, José Martí elaboró su proyecto revolucionario cuyo centro era Cuba, pero que tenía alcance americano y universal en su intento por contener las fuerzas expansionistas norteamericanas y propiciar el desarrollo de una América Latina independiente y próspera, alterando así la tendencia que apreciaba como dominante en el futuro cercano, a partir de la independencia antillana a la que asignaba un lugar fundamental para lograr el equilibrio de aquel mundo. Se trataba, pues, de un proyecto descolonizador, de carácter sumamente creador, para lo que conceptualizó como “nuestra América”, que iba más allá de las propuestas de sus contemporáneos, especialmente de las reformas liberales latinoamericanas implementadas en aquellos años, asentado en las necesidades y características específicas de nuestros pueblos, de su autoctonía y no de la copia mimética, “servil”, de los modelos liberales emanados de los grandes centros de poder.

El proyecto martiano de revolución se fue estructurando como parte de la propia evolución y maduración de Martí, ello le llevó a concebirlo en una dimensión mucho más amplia que la sola independencia patria, tanto desde el punto de vista geográfico como de los contenidos de esa revolución y de las fuerzas sociales participantes. Asimismo pudo detectar los peligros que enfrentaba ese proyecto, calificados por él de “colosales”. Martí sometió al análisis crítico su experiencia directa en distintos escenarios, lo que lo llevó a definir aquello que el cubano no quería para su tierra; pero no se trata sólo de negar, sino también de afirmar qué es lo que quería, es decir, cuál era su proyecto alternativo y revolucionario.

Lo primero que quisiera destacar es su visión temprana de la lucha independentista cubana como una revolución, es decir, no se limitaba a la expresión bélica sino que percibió la importancia de aquel movimiento estallado en 1868 en la transformación de la sociedad. Desde su primera estancia española ya califica de revolución al proceso que se desarrollaba en Cuba, y no de manera fortuita. Cuando el 26 de mayo de 1873 publicaba el artículo Las Reformas, argumentaba la insuficiencia de una política reformista después del estallido revolucionario y decía: “La independencia es necesaria, –no pasan en vano las revoluciones por los pueblos (…)”, e insistía en este argumento referido al caso cubano.[1]

Este concepto de revolución habría de completarse en lo sucesivo, llegando al planteamiento maduro que aparece en sus documentos de la década del 90, cuando preparaba la nueva guerra independentista. Para él, sería imprescindible “acreditar ante el país la solución revolucionaria”, cuestión importante frente a la campaña autonomista y otras expresiones del reformismo, corriente en la que centró su polémica ideológica ya que consideraba que el anexionismo, al que también dedicó espacio para refutarlo, no era en aquel momento la tendencia de mayor fuerza dentro de las opciones de los cubanos. Para puntualizar su perspectiva revolucionaria –que no era sinónimo de guerra– véase el inicio del Manifiesto de Montecristi: “La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra…”.[2] La guerra era un medio necesario para acceder a la transformación de la sociedad colonial.

El conocimiento de la propia realidad, diferente a la europea y estadounidense, constituyó un pilar fundamental para estructurar una nueva visión de los problemas de Cuba y, en general, de “nuestra América”. Desde su estancia en México llamó a “buscar solución propia para nuestras propias dificultades” y, frente a los preceptos económicos en boga, señalaba: “La imitación servil extravía, en Economía, como en literatura y en política”,[3] por tanto, constató el error de copiar los modelos liberales de realidades ajenas para aplicarlos a una sociedad tan diferente. De ahí que advirtiera: “A propia historia, soluciones propias. A vida nuestra, leyes nuestras.”[4]

La visión crítica de las reformas liberales y su concepción en los países de América Latina habría de profundizarse en los años siguientes, llegando a definir no sólo lo que no debía hacerse sino lo que era necesario hacer. Guatemala representa la afirmación de dos nociones apuntadas en México: “nuestra América” y “Madre América” y la búsqueda de aquello que expresara lo auténtico americano, entendido en el sentido de la América “desde donde corre el Bravo fiero hasta donde acaba el digno Chile”.[5] Está bien claro, entonces, a qué parte continental se refiere cuando habla de América, de “nuestra América robusta”, de “nuestra América fabulosa”, de “mi gran madre América” y afirma: “¡Para ella trabajo!”[6]

Martí ha encontrado el sentido latinoamericanista de su obra, en lo cual la búsqueda de la unidad sería tarea de primer orden. Ya en Guatemala afirmó esta necesidad:

Pero ¿qué haremos, indiferentes, hostiles, desunidos? ¿qué haremos para dar todos más color a las dormidas alas del insecto? ¡Por primera vez me parece buena una cadena para atar, dentro de un cerco mismo, a todos los pueblos de mi América!

…………………………………………………………………………………………………….. Para unir vivo lo que la mala fortuna desunió. (…)[7]

Aunque reconoce la libertad de ideas y los intentos modernizadores del espíritu liberal imperante, se distancia de los conceptos de las reformas liberales latinoamericanas que veían en los modelos europeos y norteamericano el ideal del progreso, con lo que, una vez más, las fuerzas “naturales” quedaban marginadas como “bárbaras”, y aplicaban soluciones ajenas a nuestras realidades. Es evidente el distanciamiento de Martí respecto a la fórmula en boga entonces de “civilización contra barbarie”, en la que se identificaba la civilización con el desarrollo alcanzado por las sociedades europeas, como modelo de “progreso”, en el que se incluía a los Estados Unidos, mientras que lo indígena constituía lo retardatario. La argumentación de la posición martiana descansa en la evolución histórica diferente que da lugar a una “síntesis de pueblos” en estas naciones jóvenes, a un proceso civilizatorio autóctono, cuyos problemas no se resuelven con modelos ajenos, sino con fórmulas propias, nacidas de su propia realidad.

A partir del análisis de una evolución histórica diferente, plantea que somos un pueblo “mestizo en la forma”, en realidad nuevo, que debe buscar las soluciones que reclaman su propia historia y sus propias necesidades y características. Esta síntesis de pueblos diferentes debe encontrar su propio camino, donde quepa el progreso universal, pero con formas propias. Para ello se proponía “revelar” América a sus propios hijos y a los pueblos extraños. A Fausto Teodoro de Aldrey afirmaría, en 1881, su condición de hijo de América “a cuya revelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro”.[8]

En este contexto se le fue develando el gran problema de las repúblicas americanas independientes:

Un pueblo no es independiente cuando ha sacudido las cadenas de sus amos; empieza a serlo cuando se ha arrancado de su ser los vicios de la vencida esclavitud, y para patria y vivir nuevos, alza e informa conceptos de vida radicalmente opuestos a la costumbre de servilismo pasado, a las memorias de debilidad y de lisonja que las dominaciones despóticas usan como elementos de dominio sobre los pueblos esclavos.[9]

Estas ideas alcanzaron su plenitud en el ensayo “Nuestra América”, publicado en enero de 1891.[10] Las nociones que fueron apareciendo en la evolución de su pensamiento adquieren la categoría de conceptos maduros en este trabajo que expone, no sólo el análisis de los problemas de la América Latina, sino las vías para resolverlos. Allí afirmó: “(…) El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.// Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. (…)”[11] Vio que “la colonia continuó viviendo en la república” en nuestras tierras independizadas, por lo que había que hacer la subversión de la estructura colonial en un época de nuevos peligros, como señaló al decir que la actitud de Estados Unidos era el “peligro mayor” para nuestra América.[12]

Martí estaba planteando una estrategia descolonizadora y preservadora de la independencia de “nuestra América”, alejada de lo que habían sido los modelos liberales de su época. Se trata de una concepción revolucionaria en tanto buscaba transformar las estructuras heredadas de la época colonial y contener el expansionismo de Estados Unidos antes de que pudiera desplegarse, proceso que tenía que hacerse con los “oprimidos”, con quienes había que hacer “causa común”.

[1] T I, P. 108

[2] T 4, p. 93. Se trata del documento firmado por Martí como Delegado del PRC y Máximo Gómez como General en Jefe del Ejército Libertador el 25 de marzo de 1895 y distribuido como programa de la revolución.

[3] T 6, p. 335

[4] T 6, p. 312

[5] T 7, p. 104

[6] T 7, pp. 98, 111, 174

[7] T 7, pp. 118-119

[8] Ibid. p. 267

[9] Ibid. P. 209

[10] T 6, pp. 15-23

[11] Ibíd., T 6, p. 19.

[12] Ibíd., p. 22.

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