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Luis y Mercedes

“Instrucción no es lo mismo que educación: aquella se refiere al pensamiento, y esta principalmente a los sentimientos”

José Martí

por René Camilo García Rivera, estudiante de Periodismo

Cuando el caminante cruza frente a las rejas de la escuela, no puede dejar de temblar. Otros lugares cotidianos pasarán inadvertidos, pero no el espacio donde se templó el alma de su infancia. A veces el joven se queda mirando a los escolares que juegan en el patio: busca al niño que fue. Algunos ya le dicen, señor, por favor, recójanos la pelota al otro lado de la calle, como mismo hacía él pocos años atrás. El tiempo cabe en el nudo de una pañoleta.

Cada mañana, con la precisión de un rito sagrado, una presencia como de señorío recibe en la entrada a padres y alumnos, profesores y aprendices. Un camino de ladrillos rojos, tres escalones; a la derecha, Martí, la bandera, el pino bajo el que han jugado generaciones de niños de Pogolotti, la figura serena de Luis y Mercedes, bajo cuya mirada nace el día en la escuela Hermanos Montalvo.

Dime, Gardel, si 20 años no es nada, ¿acaso 40 si lo es? Más de tal tiempo llevan los maestros Luis Díaz Cruz y Mercedes C. Díaz Rivera en este centro escolar de Marianao, casi la mitad de ellos como director y subdirectora, respectivamente.

Luis no vino a Hermanos Montalvo, sino que nació en ella. Ahí estudió la primaria a comienzo de los 60, ahí continuó cuando la Zafra Grande, con 17 años, para convertirse para siempre en “el maestro”. Mercedes arribó un poco después, pero como tenía solo 16, no podían contratarla como profesora; todo un año pasó cobrando 40 pesos. ¿Se imaginan un salario de 40 pesos en los años 70?

Hermanos Montalvo es un enclave de lo excepcional. Lo extraordinario no solo radica en lo consistente, sino en lo particular. En pleno área urbana, tan porosa, tan difuminadora de las esencias, tan centrífuga de lo exógeno, ¿cómo la escuela se mantiene incólume en su pedestal de templo originario, de espacio germinante?

Para quien creció en este lugar, y sus hijos, y los hijos de sus hijos también, el polvo del patio es materia sagrada. Y quienes han moldeado a cuatro generaciones de hombres y mujeres, dos tótems frente a quienes inclinar brevemente la cabeza, y esbozar una sonrisa fugaz, mínimo agradecimiento en segundos a un trabajo de décadas.

Conversar con los dos maestros es hurgar en la historia viva del barrio. Presumo que también consultar un oráculo de futuro; ¿acaso los niños no son la esperanza del mundo?, ¿y en manos de quién están los infantes la mayor parte del día?

Pero “la sociedad…, la sociedad influye mucho sobre el niño”, afirma Luis, “y uno tiene que cambiar con ella, porque si no, te quedas atrás, y se te queda atrás la escuela”. No sé por qué, uno percibe en esas palabras una reminiscencia del Martí avizorante: “es criminal el divorcio entre la educación que se recibe en una época y la época”. Ellos ya han superado todos los momentos.

La vida de Luis y Mercedes, la admiración que les profesan sus antiguos y actuales alumnos, comprueba que los maestros no son fabricantes de hombres, sino artesanos de espíritus. Por eso uno siente como un estremecimiento en las entrañas cuando pasa frente a las rejas de la escuela; sensación que los poetas, a falta de otro nombre, han llamado nostalgia.

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