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La maestra Egilda y su tesoro de papel

| foto: René Pérez Massola
| foto: René Pérez Massola

Por René Camilo García Rivera, estudiante de Periodismo

La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo
Dylan Thomas

Los dos amores

Con 10 años tu mundo giraba en torno a una pelota de béisbol. Un día el cielo se cayó de un avión vestido de pelotero y lloraste: El Látigo Chávez, tu pítcher, el ídolo del Magallanes, había muerto. Mucho tiempo después Venezuela volvería a llorar, esta vez por ti. El otro Chávez, el látigo de la oligarquía, el Presidente cantor, pactó un encuentro de béisbol con su antiguo héroe de la infancia, solo que ahora el home plate tendría una esquina en el Sol. Pero esa es otra historia, porque tú eres un niño, y para ti el universo baila alrededor del diamante de Sabaneta, donde juegas cada tarde, o alrededor de los ojos azules de la maestra Egilda Crespo, que solo te dio clases durante aquellos tres meses magníficos de cuarto grado, pero que tú recordarás 30 años más tarde en el prólogo que escribiste desde la cárcel para un libro sobre el General Zamora. Ahí confesabas que no atendías al retrato de Cara de Cuchillo que colgaba en el aula, sino que preferías ver los ojos verdeazulados de la maestra de 18 años. ¿Y el profe Silva?, al principio no lo soportabas: te irritaban sus “amables” conversaciones en los recreos con Egilda, pero dos años después cambiaste la opinión al tenerlo de profesor en la escuela, y viste que la indigencia de su salario miserable se parecía demasiado a la estrechez del mezquino ingreso de tus padres, maestros como él. Ya entonces te dabas cuenta de que no valía la pena que los pobres se anduviesen peleando por mujeres cuando debían luchar tanto contra el hambre; quizás por eso también le regalabas los dulcecitos de “araña” de la abuela Rosa Inés, como mismo se los ofrecías, azucarados con una sonrisa y la mirada pícara, a los ojos azules de la profesora Egilda Crespo dos cursos atrás.

Rolo y arañitas

El niño pinta bien, pero no tiene crayolas. Nació el quinto hijo de mamá Elena, todos con un año y tres meses de diferencia, y en la casa apenas alcanza para comer. Adán y Huguito hace rato se mudaron con la abuela.

El rancho de Rosa Inés es de tablas y el piso de tierra. Cuando llueve, el suelo se convierte en un barro fangoso que parece café con leche. Afuera, entre la puerta y la calle por la que solo pasan carretones tirados por caballos, se forma una lagunita de agua que los muchachos juegan a pasar en bicicleta: el reto consiste en mojarse lo menos posible hasta llegar al otro extremo.

Muchos años más tarde, durante el bachillerato en Barinas, el niño Hugo —vuelto ya adolescente— cursará clases de pintura en el liceo; pero el único objetivo de los dibujos de hoy consiste en impresionar al tío Marcos, que viene de Caracas, para que lo premie con nuevos cuadernos y lápices de colores, los mismos que empleará en preparar las “obras” de la próxima visita.

Desde chiquitos, antes de empezar el colegio, doña Rosinés les enseña dos cosas fundamentales a sus nietos mayores: vender “arañitas” y leer y escribir.

Las famosas “arañitas” consistían en frutas picadas en trozos finos a las que se les agrega azúcar. Al sacarlas de la olla, luego de cocinarlas, la abuela las amontonaba en porciones que cuando se secaban y enfriaban tomaban una forma semejante al insecto.

Cada día, partían los dos muchachos con sus potes de vidrios repletos de dulces. Recorrían las tres calles de Sabaneta y hacían estancia en el único cine de la región.

Por la noche, a la luz de la vela —en esta época el pueblo solo contaba con electricidad dos horas al día— la abuela tomaba los lápices y los papeles. Dibujaba cada letra, redondita, perfecta, retratándola en la memoria fotográfica del infante Hugo, a la vez que azoraba los jejenes que revoloteaban sobre sus cabezas.

Las revistas, especialmente una nombrada Tricolor, les servían de guía en las lecciones. Cada clase trataban de estudiar con una nueva. Mamá Rosa, aquí dice Rolo. ¿Dónde? Aquí, mira: R-O-L-O. Ahí no dice rolo. Que sí, mira. Que no, que ahí no dice eso. Entonces el niño, seguro de sí, señala las últimas cuatro letras del título de la publicación… solo que de atrás hacia adelante.*

Reencuentro

Mi tesoro es de papel y no lo guardo en un baúl, ni lo oculto en un rinconcito de la casa donde los vecinos no lo vean. Si pudiera, me lo tatuara en la frente y anduviese por las calles de Caracas sonriendo a todo el mundo.

Fue un regalo especial de mi alumno más querido aquella navidad de 1993. Pasó de mano en mano, de sonrisa en sonrisa, de lágrima en lágrima.

Siendo sincera, nunca más yo me había acordado de él: para mí era otro muchachito más entre decenas de pequeñines del llano que se sentaban en el aula. Pero el olvido acabó aquel 4 de febrero, cuando su rostro invadió cada pantalla televisiva para responsabilizarse del alzamiento militar ocurrido ese día. Tenía la misma mirada fiera de cuando se acercaba el profe Silva en los recreos. Después solo supo darme alegrías…

Todo empezó con aquella nota en el suplemento cultural del periódico Últimas Noticias. Me llamaron. Me preguntaron que si yo había dado clases en Sabaneta y respondí que sí. Me dijeron que Hugo Chávez me había nombrado en su prólogo al libro de Ramón Martínez La Batalla de Santa Inés, y yo no podía creerlo.

Enseguida partí para Barinas a encontrar a doña Elena. Acordé con ella para ir a visitarlo. Grande fue mi sorpresa cuando en agosto del año 93 al fin pude entrar en la prisión de Yare. Al sacarlo el guardia de la celda, entre tantas personas que lo visitaban enseguida me reconoció: ¡Egilda! Yo no podía dejar de llorar.

Aquella navidad me mandó una postal que guardo como mi tesoro más preciado. Tenía un dibujo, como aquellos que él hacía de niño, con una bandera y el busto de Bolívar, solo que esta vez le añadió los barrotes de la cárcel. Siempre leo la dedicatoria cuando lo siento lejos:

“A treinta años de haber conocido a Egilda; siempre en la memoria de un niño soñador, que no olvidó nunca sus ojos verdeazules”.

*Este diálogo, así como varias de las anécdotas, aparecen en el libro Chávez Nuestro, de Rosa Míriam Elizalde y Luis Báez.

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