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No me volteé a verlo. Me construí su imagen a partir de la voz que me llegaba desde el asiento trasero. Debe ser un Ernesto o un Maikel de unos ocho años. En la media hora que duró el viaje lo escuché hablar de historia, política y filosofía con el tono seguro y absoluto con que se manejan esos temas antes de que el mundo venga a llenarnos la cabeza con ideas ajenas.
Entre las joyas más sobresalientes de su discurso recuerdo alguna como “de madre, el Morro lo construyeron todos los españoles y ahora estamos aquí todos los cubanos” (una clara reflexión histórico-filosófica sobre la inmanencia del ser por encima de las circunstancias) o aquella de “los estudiantes de medicina estaban jugando al cogí’o y al escondí’o cuando los metieron presos” (lo que nos recuerda que, amen de la grandilocuencia postrera, no eran sino un grupo de muchachos divirtiéndose inocentemente).
Sabio hasta la médula, reconoce sus propias limitaciones y dijo “¿donde fue que cayó Camilo por aquí?, tengo que preguntarle a la maestra”, gesto humilde que vamos perdiendo los seres humanos mientras sumamos años.
Al llegar al Vedado, sentí deseos de voltearme y estrechar su mano, de pedirle que no creciera más, de haber grabado su conversación y reproducirla en altavoces por toda la ciudad para alimentar el alma de quienes, un mal día, perdimos ese niño.
Tomado del blog El Microwave
