El maestro actúa sobre la eternidad: nunca puede decirse dónde termina su influencia, escribió el historiador norteamericano Henry Adams a mediados del siglo XIX. Casi 170 años después, y pese a la influencia duradera del magisterio en la vida social y el creciente volumen de conocimientos que hoy se requieren para ejercerlo, en muchos países del mundo los jóvenes maestros ganan menos que cualquier obrero, muchas veces no cobran.
Pocas profesiones como la del educador, que en el conjunto de las naciones emplea cerca del 4 % de la población activa, aportan también de manera tan decisiva al desarrollo económico; sin embargo, un maestro puede tener que esperar en la mayor parte del mundo capitalista hasta 30 años —cuando ya hace mucho tiempo que sus primeros alumnos han entrado en el mercado del trabajo— para recibir el mismo salario que un obrero.
Cuando triunfó la Revolución, había en Cuba, más de 10 mil educadores, total o parcialmente desocupados, porque solo existían escuelas para unos 750 mil niños. El resto de la población infantil, especialmente en el campo, iba engrosando el número de los analfabetos totales, que ya pasaba de un millón según un censo realizado entonces.
Hubo épocas de la República cubana en que la politiquería alcanzó su más alto grado de corrupción; todo se vendía descaradamente, desde los gobernantes sometidos al imperialismo, hasta los nombramientos de maestros. Existió un ministro de Educación que repartía escuelas a “troche y moche” en su ciudad y provincia natales, pero no gratis. Las aulas se cotizaban en una escala de mil 500 a 3 mil pesos.
Como la generalidad de los maestros que acudieron a ese mercado eran pobres, “los garroteros” hicieron su agosto. Algunos de estos especuladores a cuenta de la miseria exigieron al endeudado educador su salario íntegro cada mes hasta saldar la totalidad del préstamo.
