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Humboldt 7: Otra masacre de la “dictablanda”

Tal vez esa tarde de sábado de abril de 1957 jóvenes como ellos se habían dado cita con la novia para ir a la playa o al cine; tal vez otros escuchaban música tranquilamente en sus hogares o veían televisión; tal vez tenían planeado ir de cabaret en la noche, o simplemente disfrutaban de un fin de semana de descanso en familia, después de intensas jornadas de estudio o de trabajo.

Pero ellos no podían disfrutar de amores, compartir en familia, proyectar distracciones ni pensar en descanso. Habían sido protagonistas de dos acciones combinadas que tuvieron lugar el 13 de marzo: la toma de la emisora de la céntrica Radio Reloj desde donde se anunció al pueblo otro hecho insólito: el asalto al Palacio Presidencial para ajusticiar al tirano Fulgencio Batista.

No se logró el propósito. Al regreso de la toma de Radio Reloj, junto a los muros de la Universidad, cayó en intercambio a tiros con la policía, el querido líder de la FEU y del Directorio Revolucionario José Antonio Echeverría… Y ellos, integrantes destacados de la organización, estaban allí, ocultos, ferozmente buscados por los esbirros del régimen, y sabían lo que eso significaba.

Eran cuatro hombres jóvenes: Fructuoso Rodríguez, de 24 años, estudiante de agronomía en la universidad de la Habana, quien había tomado el mando del Directorio Revolucionario al morir Echevarría; José Machado Rodríguez, de la misma edad, estudiante de ciencias sociales, quien después del asalto al Palacio, al comprobar que su amigo y compañero de ideales Juan Pedro Carbó Serviá no había salido, regresó a buscarlo, poniendo en riesgo su vida, y logró rescatarlo. Carbó, el mayor del grupo, con 31 años, ya graduado de veterinaria, mientras que Joe Westbrook estudiante también de Ciencias Sociales, no había cumplido todavía los 20.

Una delación reveló su paradero a los perros del batistato que encabezados por el siniestro Esteban Ventura fueron a cazarlos al apartamento de Humboldt 7 donde se escondían.

Fue uno de los crímenes más escandalosos cometidos en la capital: un aparatoso despliegue policial de hienas armadas hasta los dientes contra cuatro jóvenes indefensos. Una vecina le oyó gritar al tristemente célebre torturador y asesino: ¡Tráiganmelos muertos!

Los hechos se sucedieron con la velocidad de una secuencia cinematográfica. Los cuatro trataron en vano de escapar al mortal cerco que les habían tendido. La jauría les fue encima, Joe logró llegar al apartamento de los bajos, le pidió a la vecina que le dejara permanecer allí para hacerse pasar por una visita, pero cuando tocaron a la puerta, para protegerla, fue él quien abrió, ella suplicó que no le hagan daño; el joven solo pudo caminar unos pasos , una ráfaga de ametralladora lo dejó sin vida; a Juan Pedro lo acribillaron antes de poder alcanzar el ascensor; Machadito y Fructuoso corrieron, se lanzaron por una ventana y cayeron en un pasillo de la agencia de automóviles Santé Motors, Co, en cuyo extremo una reja con candado impedía la salida, sin embargo la altura del salto había sido mucha, Machadito se había fracturado los tobillos y Fructuoso estaba inconsciente en el suelo, no podían escapar ni defenderse.

Hasta allí llegaron los esbirros y no se molestaron siquiera de abrir la verja, vomitaron fuego contra los dos jóvenes, después rompieron el candado, entraron y los remataron.

El estruendo de las ametralladoras había estremecido el edificio y resonado con fuerza en la calle. Los vecinos estaban horrorizados, sus gritos de clemencia y de protesta fueron acallados con ráfagas intimidatorias. Los cuerpos de los asesinados fueron sacados como fardos.

Se consumaba así otro de los tantos crímenes de la “dictablanda” de Fulgencio Batista. Aquellos cuatro jóvenes dieron sus vidas por sus ideales y por el futuro de todos los cubanos, de muchos de su misma edad que no conocían sus luchas. Y es duro pensar que ellos morían mientras otros ese sábado descansaban tranquilamente en sus hogares, o paseaban con sus novias, o planeaban una diversión de fin de semana. Eso enaltece todavía más su sacrificio.

Pero ellos, desde que se sumaron a la pelea, sabían que los claros que dejaban las bajas en las filas de los combatientes serían ocupados por otros dispuestos a seguir su obra. Ni Fructuoso, ni Machadito, ni Carbó ni Joe ni los que continuaron desafiando el terror y el crimen dudaron en arriesgar sus vidas para cumplir con el deber que le salió al paso a su generación. La masacre de Humboldt 7 fue otro dedo acusador contra la dictadura y no logró detener la rebeldía.

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