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Crimen y castigo

moacir barbosa

Tras concluir el partido, Moacir Barbosa tuvo la gentileza de alzar la mano y reconocer su dosis de culpa, justo cuando las 200 mil almas del Maracaná buscaban a quién señalar con el dedo para encarnar los demonios de aquella derrota que aún no conseguían asimilar.

Ese 16 de julio el portero brasileño lo había intentado todo, achicó bien el poste, incomodó a Ghiggia y defendió cuanto un humano hubiese podido hacerlo. Sin embargo, no fue suficiente y el Uruguay de 1950 se llevó la Copa del Mundo en un estadio construido para coronar a los campeones de casa.

Tras sus declaraciones, el excepcional portero negro de Brasil, considerado hasta esos días como un verdadero ídolo entre sus paisanos, fue el centro de atención. Entonces supo él que la transformación de héroe a villano apenas demora el tiempo que precisa un balón para cruzar la línea y convertirse en leyenda, en gritos roncos e interminables que van a sembrarse en la memoria de la gente.

La sinceridad y su amor al juego le costaron a Barbosa el exilio. Un destierro basado en el olvido y la ingratitud. En Brasil no importaron las tantas paradas que ya había hecho, mucho menos las que pudo haber completado más tarde. Luego del Maracanazo, Brasil necesitaba un culpable y Moacir no había conseguido atajar el segundo gol uruguayo de la tarde. Era suficiente para crucificarlo.

El resto de sus días los pasó el negro cargando con el peso de las miradas y las frases duras que le obsequiaban. Nunca le permitieron pasar la página, pero tampoco recibió la oportunidad de redención. Juzgado y condenado en el acto, Barbosa se convirtió en un leproso del fútbol, cargado de una maldición a la cual nadie quiso exponerse jamás, ni siquiera en 1994 al tratar de entrar al campo para saludar a la selección nacional.

Ya habían pasado más de cuatro décadas, pero el Maracanazo fue una estocada directa al corazón del orgullo nacional, un motivo de duelo e indignación canalizado luego en la imagen del portero, quien arrastró su sentencia hasta la tumba, en un país donde la pena máxima es de 30 años.

Cuando remodelaron el viejo Maracaná, a Barbosa —como a todo reo— le concedieron su última voluntad. Dicen que volvió a pisar el césped de sus desdichas y cargó con el arco maldito desde 1950 para, una vez en casa, convertirlo en leña y calentar su miseria; para revivir pasiones y exorcizar los demonios de un crimen.

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