Manteca resuena en Matanzas

Manteca resuena en Matanzas

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De izquierda a derecha: Ayrán Álvarez, Pedro Rubí y Míriam Muñoz en la escena final de Manteca, donde aparece un nuevo cerdo con el que comienza otro ciclo de vicisitudes en la familia. Foto: Pacheco.
De izquierda a derecha: Ayrán Álvarez, Pedro Rubí y Míriam Muñoz en la escena final de Manteca, donde aparece un nuevo cerdo con el que comienza otro ciclo de vicisitudes en la familia. Foto: Pacheco.

Se ha dicho que una representación escénica consta de dos elementos esenciales: actores y público. Esa premisa se dimensiona en el quehacer de Teatro Icarón, de Matanzas —dirigido por la experimentada Míriam Muñoz—, el cual últimamente ha alcanzado sonadas palmas con la puesta en escena de la célebre pieza de Alberto Pedro Torriente (La Habana, 1954–2005), Manteca, llevada a ¿las tablas? del desmantelado cine Moderno de aquella ciudad, cuya reparación capital, y adecuación como sala de teatro —al 90 % de ejecución—, sede de este grupo, se encuentra detenida desde hace casi un año.

Lucre Estévez Muñoz asumió el reto de llevar a ese espacio tan controvertida obra. Su argumento, tomado de la realidad, aún vibra en la memoria de muchos cubanos. Comedia dramática, emblema del teatro costumbrista insular de finales del pasado siglo, escrita en los momentos agudos del período especial (1993), está considerada uno de los más contundentes textos de Alberto Pedro (Weekend en Bahía, Pasión Malinche, Desamparado, Delirio Habanero, y otros con similares éxitos).

Manteca alude a algunos de los problemas agobiantes para la mayoría de las familias del país en la década de los 90: la carencia de alimentos, entre ellos, ese producto seboso que sirve para “freír todo lo que pueda ser frito”, como enfáticamente expresa el personaje de Pucho (Ayrán Álvarez y Pedro Rubí, actor invitado de Teatro Papalote) en un excelente monólogo en el clímax de la escenificación, cuando él y sus dos hermanos, Dulce (representado por esa gran actriz que es Míriam Muñoz) y Celestino (que igualmente alternan los hombres ya mencionados, más Ángel Reyes) debaten en torno al destino de un cuarto protagonista que convive en el hogar: un cerdo, al que deben “ajusticiar” por la necesidad del consumo de su carne y de su grasa, y la fetidez que se expande dentro de la casa, amén de la llegada de un sombrío fin de año.

La dirección artística de los actores, a cargo de la emprendedora Lucre, es uno de los mayores aciertos de la Manteca matancera. En la rítmica consecución de su desempeño, Míriam desborda en histrionismo al asumir su personaje, tan verosímil como el propio realismo de la obra, en la que debe de mediar entre las apasionadas trifulcas religiosas, políticas y sexuales de sus consanguíneos, uno de ellos (Pucho) con vocación de escritor, y el otro (Celestino), un rudo mecánico de ciclos.

Ayrán Álvarez demuestra su aptitud interpretativa al perfeccionar, cada día mejor este ejercicio, sobre todo en el papel de Pucho —categórico, sensible y apasionado—. Pedro Rubí trasciende más cuando asume la psicología de la áspera figura de Celestino, también posesionada por Ángel Reyes. El primero sobresale por su simpática y juvenil presencia; mientras que el otro, experiencias aparte, le aporta una sobria y respetable autoridad familiar. Todos demuestran alto y plausible nivel profesional.

Elogios, también, para la escenografía, concebida por el maestro Rolando Estévez, quien le adjudica carácter simbólico y enigmático, mediante la utilización de decenas de tanquetas (como las comúnmente usadas para conservar agua, sancocho, y hasta la propia manteca). Estos envases son mantenidos en constante movilidad por los actores, quienes les dan disímiles usos, en función de la representación, en la que igualmente aparecen una mesa, algunas sillas y una bicicleta.

Estévez logra el resto del decorado a través de la extraordinaria ambientación de todo el espacio, es decir, tanto del área donde se produce la escenificación —ingeniosamente adaptada para esta pieza hacia el fondo de la sala, al no disponer aún del tablado, ya adquirido y almacenado— como la zona reservada para los espectadores, la cual, de cierta manera, semeja una cochiquera —que favorablemente alude al tema de la obra— debido al símil creado por los muros sobre los que descansará el escenario.

El auditorio no debe sobrepasar las 30 personas, porque tampoco se han instalado las lunetas, sustituidas por sillas, tanques y otros objetos que funcionan como asientos, en un entorno que recrea el ámbito doméstico, según la idea del diseño de Estévez.

Manteca reclama, ante todo, de la excelencia en el trabajo actoral. La joven Lucre y su compañía así lo consiguen, mediante la integración armoniosa de personajes que asumen, con sutil ironía y desenfado, un discurso que engancha al espectador de principio a fin, en abierto diálogo que insta a la reflexión, respetuosa y sana, sobre situaciones de la cotidianidad actual, entre ellas —y tal vez la más significativa— la importancia de la familia, cuya unidad, a pesar de incongruencias y desacuerdos, es imprescindible en tiempos de desamores y pérdida de valores éticos.

Icarón resuena en Matanzas el éxito de esta pieza durante su estreno en la capital hace más de 10 años. Valdría la pena representarla aquí para el disfrute, del público habanero.

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