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La sensibilidad… ¿persiste?

La gratitud, como ciertas flores, no se da en la altura y mejor reverdece en la tierra buena de los humildes. (José Martí)

Salgo de mi casa temprano en la mañana. En una calle cercana dos muchachones caminan por el medio mismo de la vía. Les advierto con el claxon del auto. “Pásame por arriba”, grita uno de ellos con tono provocador. Para evitar un encontronazo y no situarme a la altura del desafío me pego a una de las aceras y logro sobrepasarlos. Mi corazón quería salirse del pecho por la impotencia.

Regreso y me siento a leer los periódicos del día. Me estremece lo que publican las secciones que reflejan los tantos problemas sin resolver que afrontan los cubanos, muchos de ellos por falta de sensibilidad. Hay algunos que resultan totalmente inconcebibles, como el de la joven camagüeyana con retraso mental que después de terminar la Escuela de Oficios no tenía empleo para sentirse útil y una vez publicado el caso se abrieron las puertas que estuvieron cerradas por demasiado tiempo, a pesar de que la mamá atribulada tocó insistentemente en ellas. Y —lo confieso— me pregunté: ¿Todo estará perdido en términos de sentimientos?

Con esa interrogante martillándome el cerebro salí de nuevo a la calle. Observo —función inherente e inseparable para un periodista—, olfateo el ambiente, busco y rebusco en la cotidianidad.

En una intercepción peligrosa de la ciudad un joven, mientras trataba de frenar su bicicleta, cayó al pavimento estrepitosamente. Varias personas acudieron a auxiliarlo, entre ellos un niño vestido con uniforme de la enseñanza primaria. ¿Te diste golpes? ¿Hay que llevarte al hospital? ¿Ya estás bien?, le preguntaban con insistencia. El ciclista, aún nervioso, le agradeció a cada uno, montó de nuevo y se perdió entre el tráfico vehicular de la mañana.

En una esquina encontré a un taxista amigo y dialogué con él. Hablamos de la nunca bien aventurada ley de la oferta y demanda para las personas requeridas de un transporte, la que les ha dejado a los conductores las manos libres para cobrar cualquier cantidad de dinero por una “carrera”.

Pero la conversación derivó y me comentó entonces que él es uno de los taxistas responsabilizados con el traslado de los pacientes que requieren diálisis periódicas por padecer de insuficiencia renal crónica, desde sus viviendas hasta el hospital, ida y retorno, sin que les cobren un centavo. Para los enfermos es un servicio totalmente gratis y los choferes no obtienen ingreso alguno por tan humano servicio. En muchos casos han establecido nexos personales muy cercanos.

Un hombre ciego necesitaba pasar la calle. El tránsito era abundante. Algunas personas le pasaron por el lado y no advirtieron su presencia o quizás andaban con demasiada prisa. Él esperaba, con su bastón extendido, a alguien que le ayudase. Un adolescente vestido con el uniforme de la secundaria básica lo saludó y le extendió el brazo para guiarlo. Ya seguro en la otra acera, el invidente le agradeció. El chico retomó su rumbo.

En un mercado con múltiples productos alimentarios que se ofertan en CUC, una señora, entrada en años, sacó algunas monedas, las contó, completó 50 centavos y requirió un sobre de sopa con fideos. La nietecita que estaba a su lado le pidió bajito le comprara un pastel. “No tengo para más, mi niña”, le respondió la anciana con voz entrecortada. Una joven que la seguía en la cola le indicó entonces a la dependienta que le diera el dulce a la pequeña; ella lo pagaría. La niña sonrió alegre y la abuelita, agradecida, le pasó su mano por el rostro a la chica. El gesto —evidentemente— la dejó sin más palabras.

Muchos otros ejemplos pudieran contarse. Solo es cuestión de observar.

Es cierto, como leí recientemente, que nos hemos acostumbrado a ver como excepcional lo que debe ser cotidiano, pero si analizamos bien, las muestras de afecto y solidaridad son más que las percibidas, porque en muchas ocasiones no les prestamos atención apenas.

Resulta innegable que pululan en demasía las indisciplinas sociales, las expresiones con malas palabras, el maltrato en no pocos centros de servicios, la falta de respeto a las personas mayores, el daño a la propiedad social…, y es obvio que esas actitudes deben ser afrontadas, ante todo, por la propia sociedad, pero con el apoyo de las autoridades competentes, los maestros y profesores y los padres y otros familiares. De otra manera será imposible erradicarlas.

Esa propensión natural del ser humano de dejarse llevar por los afectos de compasión, humanidad y ternura no está totalmente perdida; es perfectamente rescatable y hasta puede multiplicarse, porque —evidentemente— aún crecen flores entre la mala hierba.

 

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