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Esperanza Sanjurjo: Mujer sin miedo

Al hablar de su participación en la lucha clandestina Esperanza siente que cumplió sencillamente con el deber que le reclamó el tiempo en que le tocó vivir. Foto: Eddy Martin

Al hablar de su participación en la lucha clandestina Esperanza siente que cumplió sencillamente con el deber que le reclamó el tiempo en que le tocó vivir. Foto: Eddy Martin

Una pareja caminaba por las calles  habaneras, muy jóvenes ambos.  Cualquiera que los viese pasar podía  pensar que los había reunido  una simpatía mutua, un afán de conocerse  mejor, tal vez para iniciar  un idilio, pero era una apreciación  equivocada.

Se trataba de una de las tácticas  de los militantes clandestinos del  Movimiento 26 de Julio en la capital  para pasar inadvertidos ante el  paso frecuente de las “perseguidoras”,  como llamaban entonces a los  tenebrosos autos policiales, o confundir  a los chivatos, siempre a la  caza de revolucionarios para entregarlos  a los verdugos a cambio de  una mezquina paga…

En suma: aquella pareja u otra  como esa, de aspecto inocente que  se trasladaba de un extremo a otro  de la ciudad, a pie o en automóvil,  estaba conspirando ante las mismas  narices del impresionante aparato  represivo que la dictadura de Fulgencio  Batista tenía desplegado en  la capital, en una lucha difícil, donde  la prisión, la tortura y el asesinato  eran sucesos cotidianos.

De esa forma cumplió diversas  misiones Esperanza Sanjurjo González.  En estos 55 años, la muchachita  que se inició en la lucha a los  17, se convirtió en Doctora en Medicina,  epidemióloga de segundo grado,  fundadora del Partido, internacionalista  y jubilada del Instituto  de Medicina Tropical Pedro Kourí.

“Una de las etapas más importantes  de mi vida fue desde septiembre  de 1952 hasta el primero de enero de  1959”. Y subraya el mes de septiembre  porque marcó un doble comienzo:  su ingreso en la Universidad de  La Habana para estudiar la carrera  de Medicina y su incorporación al  combate contra la tiranía.

“Entre mis compañeros de estudio  estaba Julio Pino Machado, hijo  de Margot Machado, quien llegó a ser  la coordinadora del Movimiento 26 de  Julio en Santa Clara. Ella sobrevivió  hasta hoy con sus 104 años, pero él  perdió la vida el 26 de mayo de 1957,  como jefe de acción de esa ciudad,  junto a Agustín Gómez Lubián.

“Julio y yo compartíamos la misma  mesa de disección de cadáveres  y allí intercambiábamos libros de  poesía con los demás estudiantes.  En una oportunidad me prestó La  historia me absolverá y su lectura  me impresionó extraordinariamente.  Me convertí desde ese momento  en alumna de Fidel. Comprendí que  tenía que luchar no solo por el derrocamiento  del dictador, sino por  transformar el país”.

En 1956, al decretarse la clausura  de la Universidad se entregó  por entero a la lucha. “Me integré  inicialmente a una célula de propaganda  del 26 de Julio que dirigía  Vicente Báez (Mateo), pero yo  quería hacer más. Conocí entonces  a Marcelo Salado y le expresé mi  interés en trabajar en lo que fuera  necesario. Él me presentó a Faustino  Pérez y ambos me involucraron  en el rescate a Federico Bell Lloch,  conocido por El Genio por su capacidad  de convertir cualquier artefacto  en un arma de lucha. El rescate  falló por causas imprevistas pero  a Federico no pudieron asesinarlo”.  Esperanza se ganó la confianza de  los jefes del Movimiento en La Habana  y constató que otras mujeres,  jóvenes y menos jóvenes, afrontaban  como ella los riesgos del combate  clandestino.

Viajó junto a combatientes muy  valiosos a varias provincias para  trasladar armas, buscar dónde  ocultar a los compañeros muy perseguidos,  vender bonos; interesarse  por los que estaban presos, informar  sobre qué casas del Movimiento  se habían “quemado” y debían  descartarse como refugio o lugar de  reunión; conoció a Sergio González,  (El Curita), y a Enrique Hart, junto  con Rodolfo de las Casas acudió a  colocar bombas la noche en que la  capital se estremeció con un centenar  de explosiones…

Un momento muy duro fue el  fracaso de la huelga de abril de  1958 y el asesinato de Marcelo Salado.  “Él era como un hermano para  nosotros”, evoca Esperanza con un  marcado tono de tristeza.

Después y hasta el final de la  guerra, le correspondió trabajar con  Amador del Valle en el suministro a  los combatientes de la Sierra Maestra  de armas, medicamentos, botas  y otros abastecimientos.

“No estuve presa, tal vez porque  era muy discreta o porque al ser  muy delgada, bajita y tener un aspecto  aniñado, no inspiraba sospechas  —comenta—, pero nunca sentí  miedo”.

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