Estampas de verano: Insomnio frustrado

Estampas de verano: Insomnio frustrado

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Hay muchas maneras de disfrutar el deporte: practicando uno cual­quiera, siguiendo los re­sultados por la prensa, desgañitándose hasta enronquecer en la peña del Parque Central…

 

Jorge Luis Canela, quien dirigió durante muchos años el periódico Trabajadores, hoy no está físicamente entre nosotros, pero sí en nuestros corazones. De su ingenio periodístico y humorístico brotaron aquellas Estampas de verano que firmaba como Justo Calvo Peinado y vieron la luz en nuestras páginas. Una de ellas la traemos nuevamente, para disfrute de nuestros lectores. Foto: Cuba Ala Décima

Pero hace unas no­ches descubrí otra ma­nera de vivir la pasión deportiva. En una de esas conversaciones en que tratamos de doble­gar el sueño en medio de la guardia obrera, mi jefe se me reveló como frustrado deportista.

“Siempre —me dijo—, desde que abuela me puso en la cuna aquella maruguita redonda, de colores tan vivos como la pelota que ahora se usa en los partidos de volei­bol, he soñado con verme en lo alto de un podio de premiación, entre aplausos y vítores”.

Pero con poco menos de un metro y medio de estatura, mi jefe no pudo —rememoraba— aspirar a que lo incluyeran en el equipo de voli de la escuela. Ese fue su primer infortunio.

Las pocas veces que logró pararse en el home, incluso ju­gando al flojo, no acertaba a darle a la pelota. Me contó, en esa noche de recuerdos relatados en un arranque de nostalgia, de dónde provenía el sobrenombre de Coco con que lo llaman sus más antiguas amistades.

La historia es simple. En un juego de béisbol en el patio de la escuela primaria, le tocó batear con dos outs y las bases llenas en la novena entrada, y se ponchó tirándole a tres sucesivos lanza­mientos de recta por el centro. Eso que llaman “un caramelo”.

Así las cosas, como dice cada día hasta el cansancio un comentarista de TV, el capitán del equipo, con más sorna que indignación gritó: “Este no le da ni a un coco aunque le haga swing con una tabla”.

Su físico tampoco lo favo­reció en sus aspiraciones. Su delgadez es tanta —no exa­gero— que puede taparse to­talmente de los rayos solares, colocándose de frente a la es­trecha sombra que proyecta un poste de teléfonos. Esto, por supuesto, lo invalidó para la natación, el levantamiento de pesas, etcétera.

Además, con sus juanetes y pies planos, ni soñar con el cam­po y pista. Y con esas condicio­nes físicas, ¿quién iba a respe­tarlo como árbitro?

En ocasiones pensó gestio­nar un trabajo en alguna insta­lación deportiva, o en el INDER, pero la psicóloga del policlínico lo convenció de que el roce cons­tante con campeones y glorias deportivas podría provocarle un trauma de ansiedad por deseos insatisfechos.

Su última esperanza fue sa­berse poseedor de una potente voz radiofónica y de una dicción impecable. De tal manera se de­cidió por la narración deportiva en una emisora municipal.

Pero su incontrolable fana­tismo lo llevó a la debacle. Es­taba tan ansioso por ver ganar a los locales, que desbocó su imaginación, y en un pase a la cadena provincial, al final del encuentro, perdiendo dos por una, con dos outs, el noveno ba­teador en la alineación, con dos strikes sin bolas y sin hombre en base, Coco hizo la siguiente predicción —cualquier seme­janza con la realidad es pura fantasía—:

“Los Pitirres aún tienen po­sibilidad de reaccionar, como lo hacen siempre, y alcanzar el triunfo que toda la afición espe­ra…”.

Y mientras el pítcher hacía el wind up, para el seguro últi­mo lanzamiento del juego, Coco le puso la tapa al pomo:

“Sí, amigos, la carrera del empate está en home, y la de la victoria en el círculo de espera”.

Ya por nada de eso siente añoranza —me confesó—, pero me di cuenta de que no lo ha abandonado su obsesión.

Me contó que pidió vaca­ciones del 8 al 24 de agosto, y lleva tres meses haciendo ejer­cicios de yoga que le permiti­rían —me lo aseguró enfática­mente— mantenerse sin dar un pestañazo mientras duren las Olimpiadas.

No pude terminar de oír cómo era esa técnica de insom­nio prolongado, porque cuan­do más interesante estaba la explicación, su voz se trocó en un suave y placentero ronquido que no quise interrumpir para no truncar abruptamente sus casi seguros y felices sueños olímpicos.

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