Impacto visual de la pintura de Castillo (+Fotos)

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Dentro del profuso universo creativo de Pedro Enrique Castillo Rosales, Castillo (Jiguaní, Granma, 1968), convergen auténticas alusiones a la campiña insular, las figuras de mujeres —generalmente afrodescendientes—, las composiciones con frutas y otros elementos —gallos, ánforas, teteras…—, amén de sus discursos ensayísticos en torno a la abstracción geométrica —suerte de homenaje a Loló Soldevilla— y al surrealismo y el cubismo, respectivamente.

Pero, entre todos esos temas, preferiría los paisajes campestres, las marinas y las naturalezas muertas, tres vertientes en las que sobresalen, en primer término, las exquisiteces de un ejercicio pictórico en cuyos discursos no solamente fluye la imaginación, sino también la sinceridad de un arte libre, aprehendido a través de la experiencia individual.

Sobre su obra, el experimentado director de Sarracino Gallery, en Coral Gables, Miami, Fl, Juan Pedro Sarracino, ha dicho que Castillo es “un artífice con infinitas posibilidades expresivas. Él hurga en el arte para poner a prueba su capacidad y talento, en una suerte de tránsito a través de diferentes corrientes, estilos y tendencias a los que les imprime su personal sello, fundamentalmente expuesto mediante una amplia gama de colores entre los que descuellan los contrastes entre cálidos y fríos”.

 

En la producción iconográfica de este pintor se distingue una recurrente alusión a disímiles parajes extraídos de una personal existencia fuertemente influida por los entornos rurales y marinos en los que ha vivido; primero en su natal Juguaní, hacia el norte de la Sierra Maestra en la oriental provincia de Granma, y posteriormente en Alamar y La Lisa, periféricas barriadas, ubicadas al Este y Oeste de la capital.

 

 

De sus años de infancia, adolescencia y juventud, en su intelecto aun fluyen coloridas y originales campiñas impregnadas en él.  Sembrados de plátanos y malangas, árboles frutales y maderables,  aves, caballos, perros, cabras… ambientes protagonizados por campesinos y sus familias, para distinguir —y diferenciar— sus narraciones rurales de las manidas y maquilladas escenas de  montañas y mogotes; para perpetuar escenas propias de la vida de los hombres y mujeres de esa zona cuya fértil geografía posee extensas llanuras.

Los trabajos de este emprendedor hombre nacido en aquella región insular, también resaltan por la exuberancia de una vegetación entre la que se distinguen los clásicos caseríos de los campos de Cuba, armónico conjunto con marcado acento costumbrista que igualmente brinda al observador la posibilidad de establecer disimiles interpretaciones. Para aludir a una franca expresión de lo autóctono, el artista le atribuye singular importancia estética al uso de los pigmentos, los cuales están vinculados a sus emociones, a su medio y a su contacto con la naturaleza.

Entretanto, las marinas de Castillo sostienen ese interés similar por constituirse crónicas existenciales de la sociedad contemporánea. Los límites costeros bañados por el Mar Caribe con la ciudad cosmopolita, establecen espacios  en los que son recurrentes la pesca, las maniobras de botes y  la realización de ceremonias correspondientes a la Regla de Ocha o Santería, en particular dedicadas a las deidades Yemayá y Olocun. El artista examina el paisaje y lo reconstruye al punto de convertirlo en una suerte de símbolo o estampa de su cultura.

Otras iconografías de este hábil autodidacto aluden a las naturalezas muertas (bodegones), género valorado como de repertorio menor o de cámara en la pintura en tiempos del renacimiento, y del que el célebre Michelangelo M. Caravaggio (Milán 1571-Porto Ércole, 1610) fue uno de sus precursores,   hoy prácticamente ha desaparecido del mundo del arte debido a críticas e imposiciones del modernismo, el comercio y las preferencias de los galeristas. Sus cuadros, ajenos a esas circunstancias, crean sugerentes diálogos entre exóticas frutas tropicales, en contextos pictóricos con excelente uso de las luces y los pigmentos.

En su afán ensayístico y experimental, entre el variado conjunto de obras realizadas por este creador se observan otras ciertamente menos trascendentes, con claras intenciones surrealistas, en las que se denota el delirante estilo del pintor, escultor, grabador, escenógrafo y escritor español, Salvador Felipe J. Dalí (Figueras, España, 1904-1989); así como su amplia producción de retratos, otro género tendente al ostracismo, en las que da riendas sueltas a un imaginario que se despliega a través del tratamiento plástico de figuras femeninas de color negro, la mayoría de ellas con atuendos que hacen alusión al rico universo de la religión Yoruba.

Se trata de imágenes en las que el artista se vale de todo lo aprehendido en su prolífico desarrollo creativo, para solucionar sus composiciones mediante la prodigalidad de estilos que se entremezclan, como el realismo, el cubismo, la figuración…, empeño pictórico en el que si bien es cierto que no logra el alcance plástico que descuella en sus paisajes rurales, marinas y bodegones, son reflejo de la capacidad del artista para sustraer la espiritualidad de cada uno de los modelos, para en última instancia poner a disposición del espectador diferentes narraciones que incitan al diálogo y la reflexión.

En este creador independiente, con más de cinco exposiciones personales y cerca de 25 colectivas, hierve el ansia constante de escudriñar el medio que le rodea, tanto natural como social, para luego dejar sobre el lienzo o la cartulina sus huellas mediante pinturas de impacto, a través de un proceso muy personal en el que el hombre, como principal protagonista de la existencia humana, es centro —palpable o etéreo— de sus composiciones.

 

 

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