Abel es nación

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En el municipio villaclareño de Encrucijada, una casa ubicada en una de las más céntricas esquinas, elevada por encima del resto de las viviendas, confeccionada con tabloncillos de madera perfectamente encajados, es un lugar fundador de magia y rebeldía. Allí nació, en 1927, en un día significativo para Cuba, el 20 de octubre, Abel Santamaría Cuadrado.

Al joven, que a los 25 años ya había pasado a la inmortalidad como segundo jefe del asalto al Cuartel Moncada, a pesar del tiempo transcurrido, este pueblo le sigue diciendo “el Polaco”, por el rubio de sus cabellos y sus ojos claros.

Se le evoca con vehemencia y se le recuerda siendo testigo de las luchas proletarias de Jesús Menéndez a favor de los trabajadores azucareros en el central Constancia. Cuando se habla de él, aflora el niño que pedía leer a Martí en la escuelita primaria, quien compartía el pupitre con el más humilde del poblado, el que jugaba pelota, montaba a caballo, el que se enamoraba, o el infante que una vez confesó, en medio de la oscuridad de la noche, que le tenía miedo a los fantasmas, él que fue todo luz.

Abel con sus padres y hermanos.

Aquellos recuerdos tiernos

Francisca Suárez —Paca—, quien fuera la nana de Abel, lo recordaba de pequeño, junto al columpio en que se mecían en los mediodías cuando le pedía que le hiciera cuentos. “Yo le decía: se me acabó el repertorio, tú crees que yo soy cuentista. Una vez me pide que lo acostara, yo estaba atareada y le digo: ‘Busca el piyamita que está en el clavito detrás de la puerta’, y me contesta: ‘No, es que le tengo miedo a los pantasmas’. Mire usted, él con miedo a la oscuridad y después el segundo del Moncada”.

La última vez que Paca lo vio fue en La Habana en el apartamento de 25 y O, pocos días antes de los acontecimientos de Santiago de Cuba. Cuando se fue a ir la abrazó fuerte, la apretaba contra su pecho, la besaba y a mitad de camino viró y la volvió a abrazar… Paca siempre creyó que esa fue una despedida. Años atrás, Eulalia Vega se refería a él con un recuerdo dulce, de esos que perduran siempre por auténticos y eternos.

La muerte injusta de Abel Santamaría truncó entre ellos un amor juvenil. “No fui su novia —reconocía—, pero fui una amiga muy cercana. Cada vez que Abel venía a Encrucijada me visitaba, conversábamos mucho, me preguntaba por la situación, yo le comentaba con mi visión estrecha del momento. “Bailábamos. Fuimos a pasear al campo, montamos a caballo, íbamos de romería, de fiestas campesinas, él era un hombre amable, muy educado. Nos teníamos aprecio y cariño mutuo, diría que entrañable. Siempre he sentido orgullo de haber sido su amiga”, dice y en sus ojos está el brillo de los sentimientos más puros, esos que pudieron haber germinado de seguir con vida Abel. La voz de Eulalia se hacía suave, lenta, parecía recordar todavía aquel pedazo de su vida que fue hermoso por haber tenido el privilegio de estar cerca de un hombre intachable.

Martí y Fidel en Abel

En el museo Casa Natal se muestra la carta de renuncia como empleado de la tienda del central Constancia, donde pone como excusa que debe emprender otros caminos. Para ese entonces Abel soñaba ya con la justicia y la libertad.

Abel conoció a Martí de la mano del maestro Eusebio Lima Recio, un pedagogo de altos quilates que trabajaba en el central Constancia, donde el héroe del Moncada pasó parte de su niñez y juventud.

Según Lucila Lima, hija de Eusebio, el padre lo recordaba muy aplicado, inteligente, respetuoso. “Una vez llegó un nuevo alumno al aula, pero como los pupitres eran individuales no había asiento para este. Abel durante días compartió su lugar con el recién llegado. Luego hizo que su padre le hiciera al compañerito un asiento.

“Era también el último en salir del aula —fundamentalmente los fines de semana— para que papá le indicara y le orientara qué libro o qué lección de Martí leer. Así se ganó el concurso El beso de la Patria, escribiendo del Apóstol”, afirma Lucila.

“Mi padre y él se convirtieron con el tiempo en grandes amigos, la última vez que estuvo en el pueblo vino a la casa, buscaba al viejo, conversaron mucho, sobre todo de la tiranía. Mi padre, que lo conocía bien, comentó que le había sorprendido la madurez de Abel, que su pensamiento era otro, radical”.

Eran días antes del asalto al Moncada, ya Martí era su paradigma y como dijo Fidel ellos traían “en el corazón las doctrinas del Maestro”.

A Fidel Castro Ruz lo conoció el 1º de mayo de 1952, establecieron casi instantáneamente una entrañable y confidente relación. Un mes antes del asalto partió a Santiago de Cuba para acondicionar la Granjita Siboney, lo que cumplió con eficacia. Al partir al combate, en la madrugada del día de la Santa Ana, reclamó el puesto de mayor riesgo. Fidel rechazó la petición pues consideraba que si él caía, era Abel quien debía seguir adelante con la Revolución.

Le ordenó entonces respaldar la acción principal desde el hospital Saturnino Lora. Ante el evidente fracaso, Fidel envió a Fernando Chenard a avisarle, pero fue capturado antes de llegar.

Abel, a pesar de percibir el desenlace, decidió seguir combatiendo, fue hecho prisionero y torturado; no obstante no habló. Le pedían un nombre, un solo nombre que nunca dijo: el de Fidel. Abel llevaba en su interior a Martí y Fidel, que es llevar a Cuba consigo, Abel llevaba la nación dentro de sí.

Fidel lo llamó el “más querido, generoso e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante la Historia de Cuba”, como tal será recordado en el aniversario 90 de su natalicio en el municipio villaclareño de Encrucijada.

En los preparativos del asalto al Moncada.
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