La maestría de Renato

La maestría de Renato

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Quizás la última foto en vida de Renato. Durante el homenaje que la familia
periodística brindó hace también unos pocos días a su fallecido presidente Antonio Moltó. Foto: Oílda Mon

A manos llenas entregó maestría, no la que se ofrece a través de un pizarrón o un libro de texto —que de seguro también la pudo brindar— sino la que sin mucho esfuerzo podíamos apreciar en cada uno de sus actos, ya fuera para explicar alguna de sus tantas ideas periodísticas, para advertir claramente una cualidad quizás oculta de un cantante famoso o para enseñarnos su última humorada.

Con desenfado incursionó en los más disímiles temas, ya fuera ante las cámaras de la televisión o los micrófonos de la radio, cuando escribía para la edición impresa de Trabajadores, o simplemente, cuando dejaba su impronta en medio de un debate entre colegas o amigos, más allá del rango de alguno de los participantes.

Pareció tener siempre el recurso exacto para convencer, aunque a decir verdad, su fórmula para salir airoso estribaba en acudir constantemente a su muy diverso y sólido conocimiento de personas y cosas, a su gran experiencia vital, a su casi proverbial reflexividad, y al atenerse invariablemente a una verdad campesina nacida de entre los cañaverales de su natal Morón.

De allí, de su campo, partió un día para abrirse paso en una capital que para ese entonces —eran los días iniciales de los pasados años 60— ya mucho ofrecía a los jóvenes. Y él prefirió vericuetos como el de la química analítica, algo extraño a su posterior semblante, pero que felizmente pronto desechó, para “no entrometerse” —son sus palabras propias— en aquello que podía resultarle ajeno.

Por suerte para todos, siempre logró apartar de su camino en este a veces incómodo campo profesional, incomprensiones y obstáculos que quizás a otros hubieran literalmente aplastado: a él tales estorbos —que por mucho tiempo le acompañaron— parecían empinarlo más allá de las barreras que, quiérase o no, la mediocridad prodiga, y a veces la mezquindad impone.

Como mejores momentos nunca olvidó su quehacer en Angola y su obligada presencia en una Mesa Redonda que exigía la mayor preparación y prestancia; pero donde más brilló —y creo no equivocarme— fue con su fiel compañía a un movimiento sindical cubano que se empinaba en la tribuna de los parlamentos obreros.

Al iniciar mi bregar en Trabajadores, ya Renato gozaba de una bien ganada fama desde la fundación de nuestro periódico, y la primera impresión que de él recuerdo fue la que a diario ofrecían los obreros del taller de linotipos: “¡Qué maravilla los originales de Renato! ¡Llegan sin un solo arreglo, limpiecitos!”

Claro, él sí les había hecho muchos arreglos, pero todos frente a su máquina de escribir, mientras redactaba, porque una vez terminada, difícilmente su cuartilla requería alguna tachadura.

Un día le vimos alejarse de encomios y placeres, y creímos que se jubilaba, entre otras cosas, para fumar a su gusto y no escuchar las diatribas de sus compañeros de labor; pero lejos estábamos de la verdad: él y la Maga —su otro él— decidieron que su tiempo todo sería al cuidado ilimitado de la madre casi centenaria.

La última vez que nos vimos fue hace solo unos días, durante el homenaje que ofreció la familia periodística a otro compañero lamentablemente fallecido. ¿Quién podría imaginar que no cumpliríamos los compromisos relegados tantas veces y rehechos en innumerables ocasiones? Como siempre, parecía lleno de vida.

Su última lección —¿así era su humor?— fue la de mostrarnos el pasado viernes la mejor manera de ir de la vida a la muerte. El silencio. La calma. Él dormía, no despertó.

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