Sonata habanera para dos hombres solos

Sonata habanera para dos hombres solos

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Frank Padrón

Si en Suite Habana (2003) Fernando Pérez “afinaba” su instrumento musical ofreciendo la compleja polifonía de una ciudad en su lado (sobre todo humano) más alejado del turismo, en Últimos días en La Habana (2016), su más reciente obra, “la capital de todos los cubanos” focaliza personajes, que por diversas razones vivirán en ella sus momentos finales (geográfica o existencialmente), dentro de un caserón donde estos seres comparten, paradójicamente, sus profundas soledades.

De modo que si el filme anterior era un conjunto de movimientos (para seguir hablando en términos musicales) que nos revelaban personas sobreviviendo a una dura realidad y a pesar de todo metiendo cuerpo y alma por salir adelante, ahora la cámara se concentrará en un par de amigos totalmente diferentes en sus personalidades, que sin embargo se complementan y necesitan.

Diego es un gay extrovertido e irreverente, quien pese a su enfermedad terminal se aferra a la vida con esperanza y optimismo; Miguel es un tipo encerrado en sí mismo, lacónico y maniático, que desea sobre todas las cosas, emigrar, sueño que no acaba de materializar mientras lava platos en una cafetería privada.

La vida de ambos se unió desde que el discriminado por sus preferencias fue defendido y acogido por el segundo, quien lo atiende y cuida en su lecho de enfermo. Las vidas de estos seres (cuyos patronímicos, homónimos a personajes de Fresa y chocolate reverencian de cierta manera el célebre filme) relacionados con otros que de algún modo confluyen en la vetusta vivienda, sirve para reflejar otra vez esa Habana arruinada y triste que no obstante, se reinventa y echa a andar, cual Lázaro negado a la muerte.

Otros personajes (la adolescente ecologista y pragmática; el “luchador” sexual; la parienta santera e interesada…) logran integrarse al relato con desigual fortuna, la misma que informa su respectivo diseño caracterológico, ante la evidente fuerza y reciedumbre de los protagónicos.

Bien resuelta a nivel de tono (gags y situaciones humorísticas dentro de un magma bien serio, hasta trágico), la historia pierde sutileza y posibilidades de una mayor polisemia ante el cierre que a modo de resumen, lanza Yusi, esa jovencita que va adquiriendo peso diegético a medida que avanza la trama.

Otro sema que ha desconcertado a muchos es la coda reguetonera mediante la música Chupa pirulí que, además de subtítulo de la obra, funge también como otra invariante estilística de Fernando: el broche (no siempre dorado) con una pieza que desde la solfa resume o comenta ideologemas y conceptos que se han manejado en el texto fílmico.

Quizá esa perspectiva un tanto cínica con que el cineasta se enfrenta a lo que recrea justifique un tanto ese finale, aquí subrayado con la entronización del tan polémico ritmo urbano, pero a diferencia de la superflua conclusión-resumen de Yusi, procede por contraste y de algún modo corona las confluencias y convivencias tonales que abriga el filme, como una muestra de la tan socorrida fusión de la música contemporánea.

Hablando de esta, es aquí tan discreta como eficaz en su condición de ambientadora, comentarista oblicua desde el poder sonoro, de sucesos y conflictos.

En la fotografía, el maestro Raúl Pérez Ureta, proyecta tanto la semantización del espacio como, imbuidos en este, esos lados —luminosos y oscuros— de sus personajes. El montaje empalma con inteligencia y adecuado tempo las partes y el todo.

Otro mérito indudable del filme son sus desempeños: Jorge Martínez (Diego) y Patricio Wood (Miguel) son las dos caras de la soledad “acompañada”, el desamparo que encierra dosis considerables de fe y esperanza; la conciencia y sentido de la amistad como bastión inexpugnable contra los sinsabores; cada uno desde las especificidades de su personalidad transmite la angustia y la energía, la entrega, la perseverancia como valores que los alimentan pese a su diversidad. El resto no desentona, confirmando a Fernando Pérez como certero director (también) de actores.

Últimos días en La Habana es una cinta donde micro y macro historia(s) se funden con precisión y elegancia: es la mirada inteligente de un artista en torno, de nuevo, a la ciudad donde vive, vivimos, a la vez sinécdoque de todo un país; mas es también la parábola de dos hombres, dos seres humanos que, inmersos en ella, representan mucho de sus rincones y sus sueños.

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