Lebensraum

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Por Jesús David Curbelo

Si algo me incomoda y a la vez me desconsuela de la poesía cubana más reciente, es su falta de pensamiento, su indigencia intelectual, a pesar de que existan y/o se “fabriquen” un conjunto de notables escritores (poetas, narradores, ensayistas, dramaturgos), varias tendencias muy bien definidas y varios grupos bastante visibles. He dicho en muchos lugares que a mi juicio esa flaqueza es el producto de la conjunción de dos factores que a la postre son uno: la influencia nociva para nuestra cultura del tristemente célebre período histórico conocido como el quinquenio gris. Aquella manera de tronchar (o querer hacerlo) cualquier tipo de arte polémico y subversivo (en el sentido estético y artístico, que puede extenderse igual a lo político y a lo ideológico), hizo que tras la censura floreciera la autocensura y muchos de nuestros autores solo se arriesgaran en aguas donde dieran pie. Aprendieron, en fin, a nadar (es un decir) y a guardar la ropa.

El otro factor, que termina por unirse con este, es la mala enseñanza de poesía en toda la pirámide de nuestro sistema educacional. Si nos fijamos en los libros de la escuela primaria, veremos que los textos elegidos son, de preferencia, aquellos en que se alientan valores patrios, históricos, sociales, pero que no siempre descuellan entre lo mejor de sus autores, incluso en los casos en que estos son grandes poetas de nuestra lengua (aquí suena obligatorio mencionar a Nicolás Guillén). Luego, la poesía resulta escasa en los programas de la enseñanza media y allí adolece, también, del exceso de politización. En las universidades, salvo aquellas en que se estudian carreras de Letras, apenas se le menciona. Y en las especialidades de Letras suele quedar, de modo general, en desventaja con respecto a la narrativa y, en los tiempos que corren, también a la teoría literaria y a los estudios culturales.

Si a eso le sumamos que el antedicho influjo del quinquenio gris golpeó de una manera mucho más fuerte aún en la esfera de las ciencias sociales (la poesía, al cabo, puede simular que sobrevive y alcanza cotas de elevación, en muchas oportunidades, solo con el manejo de las emociones, como ha pasado, por no ir más lejos, con buena parte de la cubana), podemos advertir por qué nuestros jóvenes poetas tienen también una precaria formación en filosofía, historia, sociología, estética, psicología social, ética, axiología, lógica, economía, politología y lingüística, lo cual hace que no solo se sientan superados por las aguas profundas del pensamiento contemporáneo en esas disciplinas sino por el modo en que los escritores que las cultivan (y también los poetas, desde luego) se posicionan ante el lenguaje.

Esto último ha traído una rara consecuencia: algunos poetas desinformados e irresponsables, o incapaces de reflexionar con hondura en los procesos lingüísticos que condicionan la expresión poética, adaptan sin contemplaciones los universos de sus modelos extranjeros, pero no bebidos de las fuentes originales sino de traducciones incluso de dudosa moralidad. Cuando esto ocurre, el resultado obtenido en español suele ser un remedo de la traducción mediadora e ignora olímpicamente los descubrimientos que en materia lingüística y estilística realizara el autor en su lengua original. Es entonces que esa poesía nos suena mal, no porque la poesía siempre deba sonar bien, sino porque las auténticas revoluciones en el sonido acostumbran a estar precedidas por una revolución en el sentido y si una de las partes falla de manera rotunda el experimento se desmorona.

En Cuba, repito, hay un atendible movimiento poético, pero no quedan muchos poetas mayores, de esos que piensan en grande su relación con la poesía como un todo desde sus orígenes hasta hoy. Tengo la certeza de que hay demasiada gente preocupada por epatar, por hacerse de una parcela en esa tierrita de Dios que es la historia de nuestra lírica, por agenciarse premios, viajes y otras zarandajas de la vanidad. Y una buena cantidad de escritores que componen eso que Roberto Manzano llama “almacenes líricos”, es decir, un conjunto de poemas escritos en tal o cual fecha y bajo tal o cual estado de ánimo que al final se ocupan de “ordenar” casi siempre en unas secciones en las cuales lo más interesante suelen ser los epígrafes. Citas que, como es de suponer, más parecen “pescadas” al azar entre este y aquel libro que provenientes de profundas lecturas, porque la amigable vecindad con Baudelaire, Valéry, Pessoa, Eliot, Pound, Stevens, Kavafis, Elitis, Ashbery, Brodsky y otros, hubiera generado, aunque fuera por el simple procedimiento de copiar modelos, un poco más de garbo conceptual y formal en nuestros poetas.

¿Por qué me he extraviado en tan difusa explicación? Sencillo: para remarcar mi asombro y mi complacencia de haber encontrado (o de que me encontrara ella a mí) la obra poética de Jesús Lara Sotelo. En ese panorama más o menos desolador que acabo de describir a grandes rasgos, hallar un poeta más que tenga conciencia no solo de la trascendencia sensorial y emotiva de la poesía, sino de sus valores intelectivos y gnoseológicos se convierte en una rareza. Y si ese hombre aspira a ser un artista todoterreno (pinta, esculpe, diseña, hace fotos, audiovisuales, música) y su escala de intereses va del tai chi al psicoanálisis, nos encontramos ante un auténtico hallazgo.

Por eso no he vacilado en expresar mi entusiasmo en otras notas a otros cuadernos suyos en los que oscila, con soltura y gracilidad, del verso a la prosa, de lo lírico a lo coloquial, de lo anecdótico a lo ontológico, y se adentra en esos resquicios de sinsabor que pueblan todas las construcciones civiles y gubernamentales y que, una vez expuestos por los poetas, hacen que estos sean expulsados de la república por los filósofos de manera teórica y por los políticos de manera práctica.

Estas virtudes también son apreciables en este libro. Solo que aquí, hasta donde alcanzo a ver, el abanico temático se abre mucho más y a primera vista provoca una suerte de desconcierto al moverse desde los universos del arte (la pintura, la danza, la música, el teatro, la literatura) hasta realidades más pedestres como el hambre, la pobreza, la droga, el sexo que no alivia de la orfandad original o la vacuidad del éxito que, como el apetito, solo se sacia momentáneamente para después volver a torturar a sus víctimas. Pero ojo. Este hombre que ha sabido hacer una curiosa lectura posmoderna del artífice renacentista comprende que en la actualidad los diversos campos del conocimiento son tan amplios que se tornan inabarcables, y que ya resulta imposible entender y contar el mundo como un Leonardo o un Miguel Ángel; pero asimismo vislumbra que esa inquietud múltiple por recomponer fragmentos y desterritorializar fronteras (geográficas o mentales) parece una buena forma de plantarle cara a la globalización y defender ese “espacio vital” a que cada individuo en particular y la humanidad en pleno tienen derecho. En el caso de Lara, las necesidades de ese Lebensraum son amplias, porque esa inquietud múltiple es, por supuesto, holística y no se contenta solo con proponer una visión de las partes sino que se arriesga en buscar nuevas preguntas para entender el conjunto, el todo.

Y esa postura es lo que me reconforta porque aunque Lara, como él mismo dice de Dante, no tiene tiempo de decirlo todo, ni siquiera de saberlo todo, puede intuir que ese todo existe y que ir a su encuentro, a su desciframiento, esconde el gran viaje de purga o de salvación que ha movido a los mayores poetas desde la antigüedad hasta hoy, y que podría resumirse, con el duque de Rivas, en pensar alto, sentir hondo y hablar claro, por más que filósofos y políticos se empeñen en evitarlo.

 

 

 

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