Cuando la imagen es metáfora que golpea

Cuando la imagen es metáfora que golpea

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La vida crónica es uno de los espectáculos incluidos en el programa de intercambio que durante todo el mes lleva a cabo Odin Teatret a lo largo y ancho del país. Foto: Archivo
La vida crónica es uno de los espectáculos incluidos en el programa de intercambio que durante todo el mes lleva a cabo Odin Teatret a lo largo y ancho del país. Foto: Archivo

 

Dios nos libre de la guerra y del paisaje después de la guerra; ojalá que no tengamos que llorar a nuestros muertos ni buscar a seres queridos, extraviados (¿también muertos?) en el fragor de las batallas.

Ese panorama desolador es el que nos pone delante la célebre compañía danesa Odin Teatret, en una puesta hermosa y al mismo tiempo ardua: La vida crónica, que se ambienta en varios países de Europa, en el ya no tan lejano 2031, después de una guerra civil.

El público que ha repletado por estos días la capitalina sala Tito Junco (y el que seguramente la seguirá llenando hasta el próximo jueves) ha sido testigo de un impactante ejercicio plástico, sostenido —no faltara más— por una vocación que no por poética deja de ser incisiva.

Porque este es un teatro de atmósferas, pero también es arte de honduras filosóficas, comprometido hasta la médula.

Nadie espere una consecución aristotélica de acontecimientos y bocadillos. La lógica es la del retablo barroco, la de la superposición de imágenes, la fragmentación creativa. Cada escena resulta, de alguna manera, autosuficiente, pero unas y otras se van encadenando en una trama ramificada, que termina por imponer su coherencia.

Insistimos: el calado metafórico es determinante. Cada quién entenderá lo que alcance, pero nadie quedará como si nada. Hay un trabajo cuidadoso con los objetos (el objeto en sí, la manera en que se utiliza el objeto, el objeto como símbolo) que complementa al texto, la coreografía y la banda sonora (ejecutada en buena medida por los actores).

Teatro esencial, aunque no minimalista, La vida crónica es también un inquietante musical y una especie de torre de Babel donde confluyen (o se enfrentan) varias maneras de nombrar lo mismo. Pero lo icónico se impone, “golpea” desde las disímiles implicaciones.

Lluvia de monedas y de cartas de la baraja; muñecos que evocan personas; pan y candelabros; instrumentos de cuerda… todo en escena, entramado múltiple. Cada personaje es una línea que se entrecruza, se anuda y desanuda, discurre en paralelo o se une a las otras puntualmente… pero nunca renuncia a su identidad.

El final es hermoso en su sencillez. El incombustible Eugenio Barba (a cargo de la dramaturgia y la puesta en escena) sabe hablar de los grandes dilemas del mundo… sin perder de vista el inmenso efecto de las pequeñas cosas.

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