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La Madre Teresa de Calcuta (1919-1997), una de las 13 mujeres que han recibido el Premio Nobel de la Paz, es una figura inspiradora. Incluso para los no católicos. De ella se cuentan milagros sanadores y toda una vida entregada al sacrifico en beneficio de los más pobres, razón por la cual el Papa Francisco acaba de autorizar su canonización, suceso que probablemente ocurrirá a principios del 2016, pero que para muchos cubanos ya es un hecho.
La Madre Teresa estuvo en Cuba en dos ocasiones. La primera sólo de paso por el aeropuerto. La segunda en 1985 cuando regaló al presidente cubano Fidel Castro una imagen de Nuestra Señora Milagrosa esculpida en marfil.
En el casco histórico de La Habana Vieja hay un pequeño y mágico jardín que lleva su nombre desde el 1999. Se llega a él desde el otrora Convento anexo a la Iglesia de San Francisco de Asís (hoy sala de conciertos) y también desde la Plaza de las palomas, una de las más antiguas de la ciudad. Es un espacio cargado de misticismo, de exuberante vegetación, de singular armonía.
En medio de ese entorno aparece la Madre Teresa. Está sentada, más bien enjuta, como abstraída en el libro que tiene entre las manos. Muy cerca, al pie de una palma real, reposan los restos de Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964), el primer Historiador de la Ciudad, y los de su esposa y colaboradora, María Benítez. Una vez escuché decir a Eusebio Leal que ese también sería su lugar de reposo definitivo
Al fondo del Jardín se levanta la Sacra Catedral Ortodoxa Griega San Nicolás de Mira consagrada el 25 de enero del 2004 por su Toda Santidad Bartolomeo I, Patriarca Ecuménico de Constantinopla.
Pequeña y conmovedora es la figura de bronce con que el escultor José Villa Soberón inmortalizó a la Premio Nobel de la Paz. Y así, inmersa en ese pedazo de Cuba, ha entrado en la memoria de los más nuevos, de los que nunca vieron en las imágenes de los noticiarios aquella pequeña y ágil figurita humana compartiendo con los «desechables» del mundo.
