La familia: la primera escuela

La familia: la primera escuela

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Las definiciones sobre el término familia nos conducen al mismo camino. Los clásicos del marxismo la asumen como la célula básica de la sociedad, mientras otros, como los pedagogos, la reconocen como la primera institución socializadora y la más estable, que ha perdurado durante siglos en todas las formaciones económicas, políticas y sociales existentes.

La familia, como ningún otro núcleo, resulta insustituible para impulsar una vida feliz y exitosa en todos los sentidos. Y en ella cada integrante desempeña un rol propio, particular, difícil de reasignar.

Padres, madres, abuelos, hermanos —u otros cohabitantes— tienen una importancia vital en la convivencia cotidiana. Sobre el tema hace poco alguien comentaba: ¿qué pasaría si un día los abuelos (u otros familiares) no llevaran los niños a la escuela o no los devolvieran a la casa en las tardes; no compartieran con ellos la realización de las tareas escolares, los dictados, los cuentos infantiles?

Siempre, y subrayo esta palabra, la familia vive tras un éxito o un fracaso, una actitud generosa o perversa, una conducta sencilla o reprochable. En unos casos orientando, ayudando, educando y, en otros, haciendo lo contrario.

Por eso su desempeño resulta vital. No podrá formar en sus hijos los mejores valores si carece de ellos. Ni influir con el ejemplo personal si no es laboriosa, honesta, solidaria, responsable… en fin, si no constituye un espejo donde mirarse.

La familia cubana actual es diversa y en los últimos años, sobre todo luego del llamado período especial —según apuntan las investigaciones— ha colocado en un primer lugar la función de sostén económico. Vestir, calzar, alimentar a los niños, adolescentes y jóvenes se ha convertido, en la mayoría de los casos, en la primera tarea.

Desgraciadamente, muchos “resuelven” las incomprensiones y desatenciones de los hijos con regalos que, no pocas veces, son bien costosos. Sin embargo, nunca podrá sustituirse la palabra inteligente, el consuelo a tiempo, el disfrute del juego compartido, la salida el fin de semana, el abrazo y el diálogo diario.

Ser padre y madre es una tarea difícil, donde las metas en ocasiones son tan altas que las preseas resultan inalcanzables. Pero una vez tomada la decisión de traer un hijo al mundo no hay marcha atrás. Mucho depende de la familia, de cuán inteligente y perspicaz sea y actúe para conducirlos durante la primera infancia, y desatar en ellos las fuerzas que les permitan llegar hasta donde el talento, las aptitudes y las capacidades lo admitan.

Vivir conscientes de esta realidad podría disminuir las brechas de la equivocación. No es la escuela por sí sola la encargada de la educación de los hijos, idea que prevaleció durante algún tiempo. La institución escolar es, de algún modo, el complemento de la casa, y un excelente maestro logrará avanzar muy poco si en el hogar no se desarrolla y fomenta lo que él promueve en el aula, más allá de lo propiamente académico y curricular.

Por eso la misión educadora de la escuela ha de extenderse a la familia, haciendo hincapié en aquellas que por diferentes motivos —sociales, económicos, incluso por tradición o herencia— no comparten las normas elementales de conducta y los valores de una sociedad como la nuestra.

Ante tal disyuntiva el maestro debe crecerse, empinarse en aras de poder cumplir su principal misión. Ya no solo se trata del alumno en el contexto de la escuela, sino de su familia, en la que debe influir, teniendo en cuenta sus características, para coadyuvar a una mejor educación de la más joven generación.

En ese sentido, extraordinario valor tienen las llamadas escuelas de educación familiar, consideradas en la actualidad de máxima prioridad para el Ministerio de Educación por lo que ellas significan. No obstante, aunque se ha avanzado, ocurre también que tales espacios no se emplean para el intercambio y se debaten temas generales, sin tener en cuenta las particularidades de los grados y enseñanzas.

Al respecto, resulta valioso retomar el pensamiento de la eminente pedagoga Esther Báxter (fallecida hace algunos años), quien profundizó en estos aspectos: “… padres y maestros han de marchar de la mano en este empeño, buscando siempre las mejores opciones donde se evidencie la adecuada coordinación e integración y, fundamentalmente, que se logre una comunidad en la actuación”.

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