La Cueva de los Crímenes

La Cueva de los Crímenes

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Además de que la prensa de la época reflejara lo acontecido, 54 años después los cronistas recordaron el terrible crimen.
Además de que la prensa de la época reflejara lo acontecido, 54 años después los cronistas recordaron el terrible crimen.

| Elisdany López Ceballos y Tamara Rendón Portelles

Si los noctámbulos que frecuentan la Disco Ayala atribuyen el exotismo de sus noches solo a bailar tecno o salsa dentro de una caverna compuesta por rocas con millones de años, erraron en sus apreciaciones. La originalidad de aquel espacio no es exclusiva del “boom boom” golpeando las paredes pedregosas; detrás de ellas dormita una verdad macabra, una realidad escurridiza que agrede el misticismo impenitente de la villa trinitaria.

Ramilletes de luces esparcen colores por las irregulares estructuras de una cueva visitada por miles de personas al año. Tanto cubanos como extranjeros llegan atraídos por las características del espacio, sin sospechar siquiera que cuando la iluminación languidece y la gruta recobra una parte de su estado natural, los aires se empeñan en traer a colación un episodio de dolor y muerte que ha habitado en esos predios desde el siglo XIX.

De pie sobre la delgada línea que separa lo ficticio y lo veraz, contamos la historia…

Maldad en carne y hueso: La leyenda

Para los niños trinitarios el “coco” tiene nombre y apellidos. “Pórtate bien o Carlos Ayala vendrá a buscarte”, ha sido una frase recurrente entre generaciones de padres para tener bajo control a sus pequeños.

“Siempre escuché que este hombre raptaba a los niños, los llevaba a una cueva para violarlos y matarlos como parte de un ritual a los santos. Sus fechorías acabaron cuando el pueblo lo capturó y le cortaron la cabeza”, cuenta un anciano trinitario a la vera de uno de los empedrados que distinguen la ciudad.

Desde el portón de cierta casona decimonónica una joven suelta convencida: “Dicen que era un desertor de la Guerra de Independencia; encontró refugio en la caverna y allí cometió muchos crímenes. Siempre nos lo ponían como ejemplo de que hay maldad en carne y hueso, por eso no era bueno que anduviéramos por las calles a deshora”.

Así, de boca en boca, los ciudadanos versionan los hechos. En cada esquina le ponen o le quitan, quizás por ese afán de distorsión innata adjudicado a las habladurías del populacho. Las memorias colectivas testimonian las más disímiles muertes para esa especie de antihéroe: “agonizó a piedra y palo”, “fue envasado en un barril con clavos incrustados para hacerlo rodar loma abajo”, “la horca fue su castigo”, “lo arrastraron por las calles amarrado a la cola de un caballo”…,  pero si en algo convergen tantas historias, es en que Carlos Ayala manchó de sangre el misticismo trinitario cuando convirtió aquella gruta en un escenario criminal.

Bastó la consternación de los ciudadanos para que ese paraje subterráneo perdiera su nombre legítimo: El Volcán. La desaparición de algunos niños y niñas ceñía sobre los más crédulos un vaticinio de horror.

“Los días se volvieron todavía más tristes en el pueblo, ya los pequeños no jugaban en las calles y la gente hablaba bajito. Muchos aseguraban que era magia negra porque en el lugar donde se habían visto por última vez a las niñas raptadas quedaba un olor raro, como el de un polvito rosado para adormecerlas.

“Se decía también que era obra de los ñáñigos, quienes le sacaban la sangre a los inocentes para ofrendársela a sus dioses”, describe un fragmento del libro Leyenda y verdadera historia de Carlos Ayala en el acápite donde precisa lo ficticio de los hechos.

En una exposición cronológica de lo ocurrido, el mencionado texto pretende mostrar distintas perspectivas del asunto y permite dilucidar si es, o no, este temible personaje el inofensivo resultado de la imaginación popular.

Atner Cadalso González, Licenciado en Historia del Arte y estudioso del tema, también reflexiona al respecto: “Actualmente este hombre es un personaje legendario para mucha gente, lo recuerdan y definen como la encarnación de lo maléfico. Incluso, el que siempre hablen de que el pueblo le dio una reprimenda significa, desde el punto de vista simbólico, el impacto sufrido tras hacerse públicos los acontecimientos”.

Sucesos tétricos profanaron las entrañas de La Trinidad, y con ellas el imaginario de una villa pródiga en reminiscencias pintorescas de épocas pasadas. La leyenda de Carlos Ayala reniega del olvido y aun con el paso de los siglos sus evocaciones vierten sal en una herida que, entre lo tangible y lo intangible, no cicatriza del todo.

La verdad

“Ayala sí existió a finales del siglo XIX. El asesinato de la niña fue real, pero los trinitarios no hicieron justicia por sus manos; eso hubiesen querido hacer. Aquello conmocionó mucho. Era un pueblo pequeño y sumido en una crisis tras la guerra”, cuenta Manuel Lagunilla Martínez, historiador de la villa.

Manuel Lagunilla Martínez, historiador de Trinidad.
Manuel Lagunilla Martínez, historiador de Trinidad.

Según los autores Fidel Rodríguez y Maximiliano Trujillo, la veracidad de los hechos, constatada en documentos históricos, es la siguiente:

A la medianoche del 15 de julio de 1879 una detonación ensordeció la morada ubicada a espaldas del Aljibe de Santa Ana (Acueducto Antiguo). Vecinos y custodios de la cárcel que quedaba a 400 pasos de la vivienda acudieron al auxilio voceado. El fuego de mechones y alguna lámpara de aceite les allanaron el camino hasta la viuda y tres hijos, quienes gemían sin consuelo posible de rodillas ante Don Roque Álvarez, ya cadáver con la sien ensangrentada.

“El maleante penetró silenciosamente, y cuando se disponía a salir con la niña Carmen Álvarez cargada, Don Roque se despertó e intentó detenerlo…”, cuenta el libro sobre la causa del disparo fatal.

La escena del crimen delataba premeditación: el perro envenenado, colillas de cigarros y fósforos. Trinidad no hablaba de otra cosa. Las calles olían a pánico. Tres días transcurrieron sin señal minúscula del culpable hasta el 18 de julio. Ante la presión del inspector de la policía, la hermana de la desaparecida, Tomasa Álvarez, confesó que un conocido de la familia frecuentó su casa en los últimos días: Carlos Ayala Agama.

Entre los antecedentes del individuo sobresalía la violación de un niño. El nerviosismo y la intranquilidad lo desenmascararon ante las autoridades. La hermana y la esposa también se mostraron ansiosas. En el registro a la vivienda fueron ocupados varios objetos como una cápsula de revólver, una manta y prendas de la desaparecida que intentaron quemar las cómplices, según se supo después.

Esa tarde, mientras arrestaban a Ayala, el oficial y algunos pobladores hallaron una casucha de guano dentro de una cueva ubicada en la periferia de la ciudad. En su interior descubrieron un camastro y cepo rústico ensangrentados, serrucho, martillo, escalera, útiles de cocina, hacha, sogas, y una manito izquierda sobresalía de la tierra. Era el cuerpo mutilado y en descomposición de Carmen Álvarez, a medio enterrar. Los investigadores mencionan otros dos cadáveres que no se identificaron.

¿Muerte de un homicida?

El 29 de octubre de 1879 se celebró la vista pública del caso y los trinitarios desbordaron los alrededores del juzgado municipal. Durante el juicio el acusado inculpó al padre, pero ante las evidencias confesó los asesinatos y la violación de Tomasa Álvarez.

Carlos Ayala Agama, pardo libre, natural de Trinidad, de 29 años, carpintero de oficio, que había participado dentro de las filas españolas en la Guerra de los Diez Años y exmiembro del cuerpo de bomberos de Trinidad, “estatura alta, pelo negro, ojos negros, nariz regular, barba poca, remitido por el inspector de policía y en disposición del Señor Juez de la Instancia por homicidio y rapto”, figura en el Libro de Radicación de Causa.

“La discoteca lleva el nombre de quien fuera uno de los pocos asesinos múltiples que se conozca desde el punto de vista histórico en Cuba y América”, comenta Atner Cadalso.
“La discoteca lleva el nombre de quien fuera uno de los pocos asesinos múltiples que se conozca desde el punto de vista histórico en Cuba y América”, comenta Atner Cadalso.

“En la cárcel real dio muchos problemas. Decía ser brujo, gritaba e insultaba a todo el mundo. La aplicación de la sentencia demoró tres años y eso le hizo creer que era protegido por fuerzas oscuras y el gobierno español, hasta que llegó el fallo condenatorio que dispuso la ejecución en garrote vil en un lugar llamado La Mano del Negro. Aquel mal hijo de Trinidad fue ejecutado el 16 de febrero de 1882”, añade Lagunilla Martínez.

“Es probable que fuera un psicópata, aunque para la época no había un nivel de ciencia que permitiera definir un perfil psicológico del asesino. Me sorprende que hayan mantenido el nombre para el centro nocturno, ubicado en el hotel Las Cuevas. Es una contradicción extraña. Ni siquiera es una discoteca temática”, cavila Atner Cadalso.

“No se recrea la leyenda de Ayala. Nosotros no comercializamos esta historia, ni vinculamos el tema con la recreación; solo vendemos una discoteca en una cueva con atractivos naturales y eso es lo que les gusta a los turistas. Al cliente que pregunte, los guías especializados le cuentan la verdadera historia”, acota Mayté García Sánchez, comercial y jefa de Recreación en el hotel Las Cuevas.

Luces, mesas, barra, diversión y divisas entierran la historia. La música tecno silencia el lamento trinitario del siglo XIX. Canadienses, rusos, franceses o esos turistas más cercanos: los nacionales, “lo dan todo”, mientras un asesino vive horrorizando a los niños en la tradición oral y se inmortaliza con deleite en la Disco Ayala.

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