Gabriel García Márquez mira llover en Macondo

Gabriel García Márquez mira llover en Macondo

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Foto: Gorka Lejarcegi
Foto: Gorka Lejarcegi

Hace falta que de verdad haya vida más allá de la muerte, hace falta, porque mucho que nos gustaría que Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927-México, 2014) estuviera ahora revoloteando por esos cielos de la América literaria, con los Buendía, con Remedios la bella, con el Coronel, con Fermina Daza y Florentino Ariza… con todas esas criaturas a las que dotó de nervio y pujanza, hasta hacerlas entrañables para millones de lectores. El Premio Nobel de Literatura en 1982, el más popular de los escritores latinoamericanos, el amigo incondicional de Cuba —aquí tuvo uno de sus más queridos hogares— murió en su residencia el pasado jueves y todavía el mundo llora su ausencia.

Este lunes, en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana, tendrá lugar el homenaje público al autor de Cien años de soledad. Posteriormente, sus cenizas serán repartidas entre su natal Colombia y el México que asumió como segunda patria. Aunque la patria del Gabo (como lo llamaban sus muchos amigos y tantos lectores fidelísimos) es la América Latina toda, un continente que él ubicó como pocos en el imaginario colectivo.

Con Gabriel García Márquez está muriendo una época: la de los grandes escritores del boom latinoamericano. Quedan algunos, pero casi ninguno de la estatura del colombiano. En años en que las élites culturales de América Latina todavía seguían deslumbradas con la luz de Europa, García Márquez irrumpió en el panorama abonando el camino que trazaron algunos precursores (nuestro Alejo Carpentier entre ellos). Este es un continente maravilloso, donde la realidad y la ensoñación se dan la mano en cualquier esquina, cualquier día de la semana. García Márquez no inventó nada, le bastó recrear un mundo: el que lo circundaba.

Lo hizo en novelas, en relatos y cuentos; pero también en crónicas y reportajes. Porque Gabriel García Márquez fue también uno de los más grandes periodistas del mundo. Es más, algunos estudiosos de su obra han afirmado que su narrativa debe mucho a sus años como reportero en El Espectador y otros órganos de prensa. Jovencísimo recorrió América y Europa, volcando sus vivencias en textos pirotécnicos, muy coloridos, escritos como quien le hace un cuento a su vecino. Al periodista le interesaba la realidad toda, no menospreciaba ningún tema: lo mismo escribía de una cumbre de presidentes en el Reino Unido que del diferendo entre dos celebérrimas actrices italianas.

Esa es una de las principales enseñanzas de García Márquez para los reporteros que comienzan: no hay tema aburrido, aburridos pueden ser los acercamientos.

El escritor colombiano alcanzó la gloria con la publicación de su novela Cien años de soledad, que de repente se convirtió en una metáfora perfecta del acervo cultural de nuestros pueblos. Está claro que es una obra titánica: la saga de los Buendía revela muchos de los misterios del devenir de los hombres, de su relación con el clamoroso ambiente. El libro atrapa, compromete, llega a sumergir a su lector. Pero no es el único gran acierto del autor. El amor en los tiempos del cólera, por ejemplo, es otra pieza contundente de ese edificio literario: a Gabriel García Márquez le gustaba decir que esa sería la novela por la que lo recordarían (muy modesto el Gabo, dirían sus lectores), porque tenía los pies más puestos en la tierra, decía mejor que ninguna otra quiénes éramos y a dónde íbamos.

Pero es mejor no seguir ejemplificando. Todas las novelas de García Márquez —incluso las menores— marcaron hitos. El colombiano fue también un excelente cuentista: en algunos de sus relatos y noveletas es particularmente notable el acento lírico, una profunda dimensión metafórica.

Hombre comprometido más allá de las letras, Gabriel García Márquez cultivó siempre una estrecha relación con Cuba y con su Revolución. Una amistad tan sólida que trascendía puntuales diferencias. Su vínculo con Fidel Castro —que tanto hizo hablar a amigos, enemigos y “neutrales”— estuvo marcado por una cariñosa fidelidad, por un diálogo permanente.

En tiempo de sueños y fundaciones, acompañó a la Revolución con su pluma y con su esfuerzo. Dos son sus más grandes realizaciones aquí: Prensa Latina, una de las primeras agencias de prensa genuinamente latinoamericanistas; y la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, por la que han pasado algunos de los más grandes cineastas del momento.

A golpe de ocurrencias, Gabriel García Márquez se aseguró la eternidad. Mientras haya lectores —que es lo mismo que decir mientras haya hombres— su legado estará vivo. Macondo —el pueblo de sus obsesiones— es ya una dimensión palpable: Macondo es América Latina, continente de dolores y alegrías, querido y olvidado por Dios, laberinto en el que nos perdemos y nos encontramos. Macondo es tierra de maravillosas alucinaciones y cruentos golpes. De apacibles meandros y de tormentas furibundas. El Gabo sigue sentado en su Macondo, detrás de una ventana, viendo llover a cántaros.

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