Estreno de danza: Celeste

Estreno de danza: Celeste

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Arián Molina, Jessie Domínguez, Gian Carlos Pérez, Yanela Piñera, Alfredo Ibáñez y Viengsay Valdés, solistas de Celeste. | foto: Yúris Nórido
Arián Molina, Jessie Domínguez, Gian Carlos Pérez, Yanela Piñera, Alfredo Ibáñez y Viengsay Valdés, solistas de Celeste. | foto: Yúris Nórido

En la más reciente temporada del Ballet Nacional de Cuba (sala Avellaneda; 7, 8 y 9 de marzo) se ha destacado el estreno de Celeste, pieza abstracta de la belga-colombiana Annabelle López Ochoa, una de las más interesantes figuras de la coreografía contemporánea.

Eso de que un ballet es esencialmente abstracto resulta bastante discutible, partiendo del hecho de que lo bailan personas, que mire como se mire nunca serán “elementos abstractos”… Mejor digamos que es un ballet sin argumento definido. En las notas del programa, no obstante, se ofrecen algunos indicios de los móviles de la creadora.

Celeste pone sobre el escenario a tres parejas de mujer y hombre, y a un cuerpo de baile masculino. En la base, una pieza del repertorio tradicional de la llamada música clásica: el Concierto para violín y orquesta en Re op.35, de Piotr Ilich Chaikovski. El diseño de luces, la concepción escénica, el vestuario, son minimalistas, elegantes en su funcionalidad. Lo que queda es armar el edificio de la puesta a puro golpe de danza.

La coreógrafa recrea el concierto alternando las parejas principales con el cuerpo de baile, de la misma manera en que el músico pone a dialogar al instrumento solista con la orquesta en pleno. Ojo: la correspondencia no es estricta. No se trata de “traducir” la música, sino de ponerle cuerpo.

Claro que no es una pretensión novedosa, se está haciendo desde los albores del ballet. El atractivo radica en la caligrafía del movimiento, en el diseño espacial… Celeste mantiene la tensión, seduce por su estructura, sorprende por sus soluciones. Es particularmente notable la manera en que se complementan las líneas de los solistas y el grupo.

Por momentos se vislumbran ciertas incoherencias en el trazado —intencionales—, pero el todo resulta armónico. Se toma sin prejuicios de la tradición clásica y se dinamita el movimiento con definidísima noción del límite. No hay transgresiones agresivas: todo fluye con naturalidad, incluso lo más arriesgado.

Unas líneas para reconocer el trabajo de los intérpretes: han bailado con plausible corrección, con pleno dominio de una dinámica que no asumen habitualmente. Está visto: es buena la escuela. Y hay ganas de experimentar nuevos caminos.

La temporada también incluyó el estreno de Triade, de Eduardo Blanco, una miniatura coreográfica sin ínfulas: puestos a regodearse una vez más en el sempiterno abecé del ballet, la música de Rossini ofrecía más posibilidades. De cualquier forma, la obra de Blanco permitió apreciar las condiciones de sus jóvenes intérpretes, particularmente las de Gabriela Mesa, una bailarina a la que habrá que seguir.

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