Más sabe el diablo, por diablo, que por Ángel…

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Junto a Pablo Armando Fernández, Premio Nacional de Literatura 1996, en la inauguración de una de sus múltiples exposiciones personales.
Junto a Pablo Armando Fernández, Premio Nacional de Literatura 1996, en la inauguración de una de sus múltiples exposiciones personales.

Picaresco de pura cepa, Ángel Silvestre Díaz Morales (Caimito, Artemisa, 1951), sencillamente Silvestre, nos acerca a su onírico universo de cubanía, a su “bestiario” de negros, mulatos y blancos desenfrenados por el sexo, la ironía, el doble sentido, la sátira y el humor costumbrista, extraídos de las más profundas fibras de nuestra idiosincrasia insular. Bajo el fogoso sol del Caribe, en Bauta o Guayabal, él pinta lo visible y lo etéreo para que podamos vernos, percibirnos, hallarnos, y hasta reir.

Con más malicia que curiosidad, nos penetra en su expresionista mundo de fuertes y vivos colores, en el que se entretejen falacias y verdades, donde lo que parece es y lo que es no parece; donde la realidad insinuada la promulga el espectador, quien, en última instancia, es el responsable de las lecturas malditas, de los malos (o buenos) pensamientos que percibe en estas piezas…

En sus recientes exploraciones iconográficas, como en toda su obra precedente, el artista rastrea sus personalísimas obsesiones. Y al consagrar sobre el lienzo o la cartulina sus intensas soledades lo hace, además, adentrándose en su entorno, con el fin de mostrar personajes del color local, sugeridos o fehacientemente reflejados en sus trabajos. Así se aventura a seguirse, sin descanso, un día tras otro; tal vez, en ocasiones, un poco descuidado en la reiteración de los temas de aquellos discursos que más le han atraído o que más han ganado la atención de los espectadores.

Silvestre, quiérase o no, remueve nuestra geología interior y en ello encuentra simpáticas y alucinadoras vetas de inspiración, que luego disfrutamos mediante un entretejido de pérfidos desciframientos humanos, en los que el poder del ritmo y de lo sensual anida delirios por el goce y lo erótico; asuntos que, aunque no únicos, preponderan el barroquismo de su producción iconográfica. Tales sortilegios del pensamiento humano solamente pueden ser originados por la absoluta libertad con que este hombre siempre ha creado y ha trascendido más allá de las fronteras de la isla.

Un tambor para Massaguer.
Un tambor para Massaguer.

Entrado ya en su otoño existencial, el también maestro de varias generaciones de creadores, se encuentra aún inmerso en una añeja y gran batalla: que su personalísimo estilo, mordaz y crítico —propio de la cambiante modernidad en que vivimos—, sea reconocido como lo que es: un arte auténtico, con gran arraigo popular e intensamente cubano.

También diseñador, ilustrador y destacado promotor cultural, es fundador del evento Botella al mar, como parte del Festival internacional de poesía de La Habana, amén de sus febriles colaboraciones con el Proyecto imagen.

De formación casi autodidacta, alegre, enamoradizo y querido hombre de su pueblo, Silvestre comenzó sus primeros pasos en el mundo de las artes visuales durante su infancia en la localidad de Guayabal, bajo la tutela de quien fuera su primer profesor, el excelente y escasamente conocido pintor y escultor Ricardo Gómez Amador. Poco después, en la adolescencia y juventud, estudió dibujo técnico y arquitectónico —de donde le viene ese convincente dominio del espacio—, entre otras especialidades menos acordes al arte, pero enriquecedoras de su experiencia personal.

Y digo que es “casi” autodidacta —condición que él se adjudica—, porque, además de los estudios mencionados, hay que subrayar su admisión, en 1975, en la muy selectiva Academia de Artes Plásticas San Alejandro, donde fue avezado alumno hasta que dos años después, en 1977, el deber patriótico fue más fuerte que el personal deseo de satisfacer su gran pasión por el arte: entonces se marchó a cumplir misión como combatiente internacionalista en Angola.

A través de sus lienzos y cartulinas reímos y también reflexionamos, con imágenes emergidas de la pincelada libre y picaresca, de la contagiosa armonía de los las manchas, las líneas y los colores, muchas veces apuntalados con textos muy bien seleccionados por el autor. Su creación pictórica insta al espectador a olvidar, por un instante, los tabúes morales, la intolerancia y el temor de vernos reflejados en alguna que otra pieza de quien, en deshonra de su milenario y casto nombre, más tiene de diablo que de Ángel.

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